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Hace mucho que no corrijo mi novela. Entre lo poco editable que es y el
trabajo que me da la política, lo he ido dejando año tras año.
Cojo el Metro decidido a escribir, pero en cambio de hacerlo en mi
libreta, me dedico a enviar a Garrobo todo lo que veo. Y
cuando termino, descubro que es más absurdo e increíble que lo que
cuento en cualquiera de mis historias.
Por qué, me pregunto. Quizá porque
inconscientemente las diluyo para hacerlas digeribles.
Ayer
recordé una historia tan bella como divertida, tal como deberían
ser todas las que tienen que ver con el buen sexo.
Sentado en una
pequeña butaca, quizá fuera un puf. A mi lado un tipo que no
conozco, agradable, muy culto, charla conmigo sin ningún complejo.
En el sofá, al otro lado de la mesa, Amara yace desnuda,
recomponiéndose, deduzco por su postura, de una buena sesión de
sexo. Se acerca una chica, creo que la pareja de mi compañero. Y, reptando sinuosa, se echa a un lado de Amara. Muy morena,
delgada y bellísima. Acaricia a Amara, la besa en la garganta, en la
nuca.
Seguimos hablando mientras, satisfechos, miramos a las dos mujeres. Un
hombre se acerca, supongo que amigo de la chica. Mi compañero
se levanta, se disculpa y se añade al grupo.
Observo a Amara,
intentando olvidar que es mi pareja. Su belleza, apabullante, me
confunde y desorienta; y su atractivo, tan arrollador como refinado. Entiendo a esos hombres, incluso a las mujeres que caen bajo su
influjo. Y también a ella.
La
chica se levanta y se me acerca, toma asiento donde estaba su
compañero, me abraza y acaricia, nos besamos. Me gusta, es muy
atractiva, el tipo de mujer que consigue romper mi
frialdad.
No me gusta hacer el sexo delante de todo el mundo, aún
menos en unas butacas. La chica se da cuenta, pero solo de eso
último, y me arrastra hacia una enorme cama redonda, hecha, creo recordar, de
colchones amontonados y forrados con variopintas telas. Hay gente en
ella. Es todo tan artificial que algunos parecen esperar turno para
entrar, aunque no sea así porque hay espacio de sobra.
Un tipo se
acerca, parece que quiere compartir la chica. Ella no opone
resistencia, incluso parece que le gusta. Me duele, me había
hecho a la idea. Me separo y miro hacia donde está Amara. Los dos
hombres la devoran.
Salgo
de la casa y tomo asiento en la pequeña escalinata que da al jardín,
al lado de una mujer que fuma con lentitud, saboreando el aire de la
noche más que al tabaco, tiene mi edad o es algo más joven. Es la
anfitriona de la fiesta. Charlamos plácidamente, a ninguno de los
dos nos gusta este tipo de fiestas, la acepta por su compañero y sus amigos. Me
gusta, es muy inteligente y culta. No bella en exceso, al menos
como la mayoría de los invitados, pero sí agradable y atractiva.
De
la casa sale gente gritando y riendo, una pareja hace el sexo frente a nosotros, apoyada
a un árbol. Mi compañera se levanta y me invita a
seguirla. Entramos en una pequeña cabaña de sólida madera. Es una
sauna, la enciende tras preguntarme si me molesta. Solo entra la luz a través de una pequeña ventana y del vantanuco de la puerta. Se denuda con
cuidado, aparentando disimular un evidente y voluntario erotismo. Bajo el ancho
vestido de algodón blanco, se descubre un cuerpo perfecto. Dobla el
vestido con cuidado y me pide la ropa para hacer lo mismo.
No puedo
ni deseo disimular mi excitación. Nos sentamos, ella delante de mi,
con su espalda apoyada en mi vientre y mi sexo. En una estantería a
mi lado, hay un frasco de aceite, lo abro, lleno mis manos y masajeo sus hombros. Poco a poco bajo hacia sus magníficos senos, agacho la cabeza y le susurro dos palabras en su oído, solo dos, antes
de atreverme a pellizcar sus pezones.
-Me
apetece.
Y ella
responde con tres, solo tres.
-A mi
también.
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