jueves, 27 de febrero de 2014

PURA ECONOMÍA

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Para desarrollar una política económica igualitaria, en que la inmensa mayoría disponga de los recursos mínimos para vivir dignamente, primero deberíamos determinar en qué consisten esos recursos: televisión, internet, ordenador, teléfono, un utilitario, un hogar en condiciones, alimento y medios para disfrutar un mínimo de ocio o una vida social sana. Además tendríamos que añadir los servicios públicos necesarios, para desarrollar nuestras capacidades sin ningún contratiempo: educación, sanidad, transporte, pensiones, electricidad, gas y agua; incluso el coste de nuestro futuro sepelio.
La economía de un país es muy parecida a la de una empresa, primero hay que plantear un presupuesto y estudiar cómo y hasta qué punto se le puede hacer frente; y nuestra sociedad, para cubrir sus necesidades se nutre exclusivamente de los impuestos y del crecimiento.
Cada día queremos vivir mejor, que nuestro coche sea más confortable y seguro que el anterior, un ordenador más complejo y potente, aumentar nuestra esperanza de vida y la calidad de nuestra enseñanza. Para conseguirlo necesitamos crecer y endeudarnos o crear inflación, que es buena en tanto promueve el crecimiento. Pero lo más importante es sin duda el sistema impositivo.
Los impuestos provienen del beneficio adquirido por el trabajo y el comercio de la sociedad, y para que el sistema funcione deben ser justos e igualitarios en proporción a esos beneficios. Cada grupo o clase social debe participar en su justa proporción, de manera que nadie se sienta estafado. Es tan importante que el proletario pague por los réditos de su trabajo, como el empresario por el beneficio obtenido. Es indispensable que ninguno de los dos se crea perjudicado, ya que automáticamente perdería interés por crear más riqueza. Además, si hacemos que un grupo social pague más que otro, estamos menguando su poder económico en proporción al resto, de modo que terminará empobreciéndose hasta no poder pagar. Eso es lo que ahora mismo está sucediendo en nuestro país, por cierto en una intensidad y rapidez desconocidas hasta el momento, en relación a la historia económica moderna.
No pretendemos caer en la trampa de hablar en exceso de porcentajes y coeficientes, tampoco hace falta. El Estado español recauda poco, relativamente poco. Si analizamos de dónde provienen los ingresos del Estado central descubrimos que el 43% se extrae de las rentas, o sea de los impuestos directos sobre las personas, y que el 85% de lo recaudado es por el trabajo. Es decir, el 36% de los impuestos provienen directamente de los salarios, mientras las empresas aportan el 13% y el IVA el 22%. El resto de los tributos son para el mantenimiento autonómico y local. Los asalariados además no tienen ninguna escapatoria, sus entradas están controladas por el fisco a través de los bancos, mientras las empresas pueden permitirse distraer o defraudar parte de sus beneficios, ya que no existe ningún control especial que lo impida. Por otro lado las empresas disponen de un montón de artificios fiscales, hechos a propósito por cierto, que les permiten desviar fondos o desgravar parte de sus beneficios, tan complicados que solo las más grandes con potentes asesorías pueden permitírselo.
Partiendo de la base de la equidad, en España teóricamente paga el que más gana o tiene; sin embargo, si estudiamos el sistema impositivo español descubriremos que tributa más el trabajo que las rentas. Por ejemplo, el máximo gravamen sobre el beneficio obtenido por el ahorro, inversiones o edificaciones es de 27%, mientras el del trabajo puede llegar al 52%.
Antes del estallido de la burbuja, era más sencillo y barato conseguir un crédito hipotecario que uno para el desarrollo de una empresa. A eso hay que añadirle las ventajas fiscales a las que pueden acogerse los compradores de edificios o contratantes de pensiones. Las estadísticas tributarias muestran que a mayor renta, más grande es la desgravación que se consigue. Se calcula que esa diferencia provoca cerca de 40.000 millones anuales de pérdida al Estado.
También podemos hablar de las SICAV, principalmente dedicadas a la gran inversión inmobiliaria, que solo tributan el 1% de su inversión convirtiéndose en un insulto y una burla al resto de los contribuyentes. Creer que esas grandes fortunas, curiosamente en manos de los más patrioteros, huirían del país es una falacia. Existen maneras de evitarlo, algunas, ciertamente, bastante agresivas económicamente para el presunto patriota. Dichas fortunas tienen además la tendencia de invertir sus beneficios en otros lugares, como latifundios en Argentina o Brasil, o directamente en forma de capital en Luxemburgo o las islas del canal.
Si además comparamos las deducciones y el gravamen de las grandes empresas con las PYMES, nos encontramos que las primeras, gracias a su ingeniería de inversión y los tipos de gravamen, no pagan más del 13% de sus beneficios, mientras las segundas el 30%. Dicho esto podemos asegurar que, a grandes rasgos, el 20% de la población acapara el 80% del capital y paga el 15% de lo que se recauda.
Pero, como antes decía, eso todo el mundo lo sabe, al menos el que se interesa y prefiere indagar antes que preguntar. Y no hace falta ser muy listo para entenderlo, el mismo Estado nos lo recuerda constantemente cuando publica sus cifras.
Por supuesto, eso es el resultado de un pacto entre caballeros y discutido, en gran parte en el parlamento, por los delegados que han elegido para representarlos.
Personalmente lo que más me sorprende y hasta divierte, es ver cómo unas personas capaces de revisar la cuenta del restaurante, en una salida dominical con la familia, y discutir con el camarero el precio de una botella de vino o de un servicio que no utiliza, aceptan, a través de ese pacto entre caballeros, que le birlen unos cuantos miles de euros al año, y que lo celebren cada cuatro años, cuando sus birladores les muestran un pedazo de tela tintado en la China, símbolo de un imperio crepuscular y conseguido a costa de sangre, ruina, guerras y desgracias.
Algo debe pasar, me pregunto, para que una mayoría no solo lo consienta sino que se regocije por ello. Lo natural es que el 4 o el 5% de la población haya elegido este camino, básicamente por salir directamente beneficiada: grandes empresarios, terratenientes y sus familias. Luego podemos añadir otro 10% por simpatía o clientelismo, dígase alto funcionariado, enchufismo, policía política. Tirando alto podríamos llegar al 16 o 17%, pero nunca al 35 o 40%, que es lo que sucede, más otro 30 0 35% que no le importa.
¿A qué puede deberse semejante aberración?
¿A la estupidez, quizá?
Es evidente que la incultura tiene algo que ver, pero no siempre. Eso podemos apreciarlo a medida que geográficamente nos alejamos del analfabetismo funcional, pero no nos llevemos a engaño, todos conocemos multitud de gente culta, que en el momento de elegir confía más en los que le roban, antes que informarse de otros.
Entonces, ¿qué le pasa por la cabeza a esa gente para elegir al peor aun sabiéndolo?
Confieso que no lo sé. Quizá un psicoterapeuta podría explicarlo. Tal vez proceda de un complejo de inferioridad, de falta de autoestima. Los psicólogos tienden a achacar todos los males que aquejan al ser humano a cosas parecidas. La necesidad de un líder quizá tenga mucho que ver en eso.

Nadie puede esperar que un partido de derechas mantenga una política popular o socialmente avanzada. Solo un deficiente podría esperar algo así, y lo cierto es que no hay tantos, de modo que el voto a la actual derecha española solo puede achacarse a que una mayoría del país espera enriquecerse a través de ella. Definitivamente debemos entender que una mayoría del país es muy de derechas, por mucho que se defina indiferente, de izquierdas o de centroizquierda. Y que aspira a llegar al bienestar a través de pocos impuestos, de la explotación de su clase social, del paulatino desmantelamiento de la economía social y de la privatización de los servicios públicos.

En una crisis como la actual, en que el país debe rebajar sus expectativas, lo queramos o no se crea una confrontación de clases. Todas pretenden llevarse la parte del poco pastel que queda, visceralmente en nuestro particular caso, sin pensar que asfixiar al contrario conlleva la ruina de todos, permanente además.
Para hacer frente una crisis con una mínima esperanza de éxito, solo cabe la cooperación, tras analizar cómo se ha llegado a esa situación y eliminar o corregir sus causantes. En nuestro caso da lo mismo lo que piense la gente, pierde todo el mundo. El que menos con la devaluación de sus activos y de las rentas que producen. El que más con el paro o un trabajo pobremente remunerado. Y no solo es eso sino que tanto uno como otro creen que el culpable es el otro.
La mentalidad de la derecha española está anclada en el siglo XVII, no puede asumir que un trabajador pueda marchar de vacaciones con tanta facilidad, además a Bangkok. No concibe que pueda comprarse un BMW y construirse una casita en la playa. No puede y con razón. El problema es que ha sido él quien, con su ansia de especular, lo ha provocado. Como igual de ilógico es que una clase alta haya atesorado tanta fortuna.
Y no tiene sentido que un tendero pueda mandar a sus dos hijos a una Universidad americana, les compre un coche a cada uno, se construya una mansión en la montaña y pueda permitirse un viaje de lujo cada año. Con su productividad no es lógico y solo tiene una posible explicación: no participa de los gastos de la comunidad, del asfalto de su calle, del alumbrado, del transporte público, de la sanidad, ni siquiera de la educación. Ahora, este mismo tendero no puede hacer frente a los gastos, sus proveedores no cobran a tiempo, necesita crédito y ya no puede pagar al contado, de modo que ya no lo hace sin IVA. Los gastos se lo comen y su margen ha caído, cerca de su comercio una cadena ha montado una gran tienda y, perplejo, ve como la clientela ha dejado de entrar en la suya, aunque su producto siga siendo competitivo y de mejor calidad. La gente, dice, no es solidaria, se mueve por modas, es visceral. No recuerda aquel tiempo en que apenas pagaba impuestos, mientras se quejaba de esos funcionarios que no trabajan, prepotentes y déspotas.
Muchos me preguntan qué hay que hacer para salir de la crisis.
¿Qué crisis? Pregunto
¿Qué es crisis para ti?
¿No poder vivir como antes? ¿No encontrar trabajo? ¿Ganar menos de lo necesario trabajando ocho horas al día?
Dependiendo lo que respondas podré darte una respuesta, porque, es cierto, la hay; el problema es que quizá no sea de tu agrado.

El gran capital, el más grande, puede migrar a sitios donde renta más, países en crecimiento y con capacidad para especular. El mediano, al que todos creemos muy grande, apenas puede moverse de su territorio. Quizá adquiera tierra puntualmente en algún país a su medida, una casa o una delegación de su negocio. El pequeño no puede, es la clase media y, por muy libre que se sienta, vive preso en su territorio defendiendo como puede su renta. Y es que en realidad ya no puede considerarse clase media sino baja. Lucha por mantener su estatus, pero no contra el capital mediano o el más elevado sino contra la que considera clase baja, simplemente porque es parte de ella. Compite por su salario y discute los impuestos, pretende quedarse una parte y cuando no puede se queja amargamente de los inmigrantes, esos que instalan negocios, según él a costa de sus impuestos. Lo hace porque ha descubierto que sus ganancias son iguales o inferiores a las de un simple asalariado, cuando es el que más arriesga.
Un tendero apenas puede aspirar a un salario digno, solo con una cadena de tiendas podría y con millones invertidos; sin embargo, cree que si supiera invertir en bolsa ganaría mucho más. Pero ese es un negocio acotado a esos que el vota, que con sus corruptelas lo arruinan y manipulan.
La clase media, sin embargo, sabe que su enemigo no es el que combate sino el de más arriba. Lo único que le frena es el miedo, no se atreve a enfrentarlo porque lo sabe poderoso. Y tampoco cuenta que esa clase de mediano capital ha perdido gran parte de sus ganancias. Para mantenerlas debe corromper y arriesgar más que antes. Su hacienda ha perdido valor, sus empresas ya no ganan tanto y su cartera bursátil ha caído a la mitad. Ha tenido que bajar el precio de sus productos, mientras las materias primas que emplea han subido. Los mercados emergentes crecen y necesitan más, pero no su producto terminado, más caro y de calidad parecida. Y, perplejo, lee en esos periódicos que se autodenominan progresistas, que los de su clase cada día ganan más dinero. Y se pregunta cómo es posible si no conoce nadie tan afortunado. No se ha parado a pensar que ya no es clase muy alta sino que ha bajado un peldaño. Ahora se ha convertido en media, aunque siga con las ínfulas de la alta. No le queda tiempo de jugar a tenis por las tardes ni al golf. La ansiedad que le provoca la lucha diaria, con abogados, gestores, sindicatos y bancos, no le deja respirar.
¿Qué solución cabe?

Entre los que defienden el liberalismo existe una tendencia qua aboga por la desaparición del Estado, al menos en su vertiente económica y social. Eso, como la historia se ha cansado de demostrar, es imposible, la misma naturaleza humana lo impide porque es hormiguero, o sea Estado.
La sociedad debe entender que hay una cantidad de obligaciones o servicios que no puede obviar por su misma naturaleza y, por tal, tampoco puede entregar a la propiedad privada.
El hecho de vivir en un hormiguero hace que algunos servicios sean de obligado cumplimiento. A nadie le gusta ver morir a su vecino por falta de ayuda, que no pueda encontrar trabajo por no disponer de transporte público, quedarse sin electricidad, gas, teléfono…
Ninguno de esos servicios vitales puede estar en manos de un solo grupo de individuos. El sentido común dice que lo de interés de todos no puede ser ni depender de unos pocos, sino que ha de ser de todos y gestionado por todos. Lo innecesario, que solo afecta al confort y al lujo, o al interés general pero sin extrema necesidad, debe dejarse en manos de los individuos que lo idean y producen.
Un tren necesita creatividad y habilidad, la competitividad para crearlo y producirlo es vital para su mejor desarrollo o, incluso para la adaptación a un territorio determinado; sin embargo, el servicio que ofrece es absolutamente público y se ha convertido en una necesidad, por tanto los caminos por donde va y la gestión de su servicio son de la sociedad. Un avión es el producto de la creatividad y de la industria, pero el aire es de todos y los lugares en los que debe aterrizar. Un aparato de resonancia magnética es el producto de una idea y de una empresa, sin embargo, su utilidad es social y debe ser de la sociedad.


La pregunta que ahora mismo algunos nos hacemos es, ¿cuáles son los servicios mínimos que el Estado debe asegurar? y ¿cómo y a quién debe garantizarlos?
Aclarado que los imposibilitados por el infortunio tendrán su vida cubierta, ¿qué hacemos con los que no desean aportar nada a la sociedad? ¿Con el que no llega a la preparación mínima necesaria? ¿Hasta qué punto debe el Estado garantizar un trabajo a quien lo busca para sobrevivir?
Todo eso es lo que nos debemos preguntar y responder y, en caso que decidamos cubrir las necesidades de todo el mundo, cómo hacerlo a costa del trabajo del inteligente y del productivo, sin que esos se sientan estafados y sigan dando lo mejor de sí mismos.

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lunes, 10 de febrero de 2014

EL MEJOR GOBERNANTE

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Londres, el 8 de octubre de 1940

El mejor gobierno es el que pasa desapercibido, que nadie recuerda, que hace que el gobernado se refiera a él en primera persona y en plural; el que no sale en los anales de la historia ni en los libros de las grandes hazañas.
El buen gobernante no quiere ser Alejandro ni Gengis Kan, tampoco César o Napoleón; no es tratado de inteligente ni de tonto, ni tan solo como individuo. El mejor gobernante es la colectividad gobernada por su libre albedrío.
Eso los piratas no lo veremos, ni siquiera los hijos de nuestros hijos; pero dejaremos nuestra impronta, una señal que perdurará y nos sobrevivirá; que al principio se convertirá en un punto de reflexión, que con el tiempo triunfará y se adueñará del futuro.
La sociedad no está preparada, su instinto la empuja hacia la libertad absoluta, convencida que es el medio de conseguir la felicidad; pero su miedo y su inseguridad la obligan a resguardarse tras la figura de un líder, con la excusa que sabe más que ellos, cuando en realidad pretende que alguien le saque las castañas del fuego, ponga orden y asuma la responsabilidad de los errores que ella comete.
Los líderes, por muy democráticos que se pinten, por participativos que prometan ser, son pequeños dictadores en potencia, que si no se aúpan por sí mismos, la misma sociedad que los ha elegido termina empujándolos a ello.

Este es uno de mis mensajes preelectorales, el primero de ellos. El postelectoral, ocurra lo que ocurra, lo editaré con una sonrisa; porque triunfemos o no, sabemos que nuestras ideas están calando en lo más hondo del espíritu de quien nos lee.

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lunes, 3 de febrero de 2014

MASCARÓN DE CARNE Y HUESO

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Nos gusta navegar desnudos, con la mar tranquila si es con extraños; pero si con nuestros amigos, preferimos el viento y el mar en nuestra piel. A ella le fascina ir sentada en la proa, cortando las olas con su cuerpo de sirena, cual mascarón de carne y hueso.
Nos gusta mirarla, oir sus llamadas cuando señala algo inapreciable para nuestra vista, un gran pez que se sumerge entre ola y ola cruzando nuestro camino.
Se levanta y toma asiento justo sobre uno de nosotros, da lo mismo quien sea. Es con nos con quien gusta seguir el juego más hermoso, el de la seducción tranquila, casi involuntaria. Y el afortunado la abraza con la excusa que no termine de bruces en el suelo.
Nos miramos cómplices por lo que deviene, mientras ella habla del mar y de su placer. Las manos juegan, acarician sin intención. Su carne, suave y dura; su cuerpo, elástico y tierno; su belleza, terrible y subyugadora, convierte la caricia en necesidad. Veo, al fin, su cuerpo abandonarse, como echa su cabeza para atrás en busca de la boca. Se ríe, nos mira, se da la vuelta y se sienta a horcajadas sobre el hombre. Lo muerde, lo acosa. Es un juego para ella, el del sexo sin más, limpio y puro, brutal y salvaje. Nos buscamos con la mirada, sabemos lo que nos espera. En un rato la haremos nuestra, disfrutaremos con su cimbreante cuerpo, si el mar lo permite sobre la misma cubierta, si no en el camarote. Luego más tiempo, más intenso, pero con la misma fuerza. Para ella es un irresistible juego, el mejor que podamos imaginar, el que la mantiene viva y libre, que nos enloquece más el espíritu que el sexo.
Nos gusta ver como revienta mil veces, con fuerza y pasión, luego tiernamente, su cuerpo formando bellas e increíbles posturas. Nos gusta verla sobre cubierta, deshecha en apariencia; cuando sabemos que aún le queda fuerza y ansia para otras mil, esta vez tranquila y poderosa, llevando la batuta y riéndose divertida por nuestro perenne asombro.
Luego, mientras comemos nos habla de otra pasión y de otra fuerza, de su lucha por salvar vidas o acompañarlas con ternura en su último momento. Si ella está cerca nadie marcha sin compañía,  sin su maravillosa mano cogida a la suya, sin su voz melodiosa. No promete vida eterna, eso no existe en su inteligencia, pero sí la eternidad de la materia y de la energía infinita.
Y nos cuenta historias de gente amada a la que sana de sus heridas, que cura y escucha. Siempre hay que recuperar antes el espíritu que al cuerpo. Que sin lo uno el otro no se sustenta.
A veces encuentra almas gemelas, tan fuertes como ella, entonces las disfruta y las hace suyas; entra en una simbiosis muy parecida a la del barco, el viento y la mar.
Da lo mismo tener consciencia de tu minusculidad, cuando sabes que te has convertido en aire o agua; porque eres parte de lo inmenso y no puedes naufragar.

Es Amara, la mujer absoluta.


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