sábado, 27 de julio de 2013

SEXO, AMISTAD Y TEMPESTAD

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Esta foto fue tomada un día de brutal tempestad mediterránea, desde lo alto de la entrada a Mahó, junto a Richard, Mila y Amara, después de haber llegado de la península.

A medida que descifro o voy entrando en los secretos de la física, me doy cuenta que llegará el día que una inteligencia conozca la clave mecánica del Universo, que no solo será capaz de entenderlo sino también de crearlo. Y eso, para una sociedad que cree en ángeles y demonios, en magia y esoterismo, ahora mismo es inconcebible.
Los últimos magos, esos que buscan desesperadamente una explicación al cosmos, sin destruir la creencia de un ser sobrenatural, nos explican que el humano llegará a entender la mecánica, pero nunca podrá disponer de la llave. Para ellos es incomprensible que un ser sea capaz de crear a su propio creador, mientras lo único que yo veo dudoso, es que sea el humano quien lo consiga, debido a su obsesión autodestructora.


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Las historias que cuento de sexo no son excesivamente duras, esas las omito, al menos por ahora. Aquí relato las vividas con gente ajena a nosotros, eventual o casi desconocida. Nuestras historias más brutales, aquellas en las que desplegábamos nuestros instintos con total libertad gracias a la intimidad, nadie las hubiese entendido y seguramente haberlas contado me habría reportado serios problemas. Con el tiempo quizá cuente alguna, no ahora, que he decidido hacer un receso de este tipo de entradas; esa, por tanto, será la última o un adelanto de las que hablo. Ahora toca volver a otro tipo de pasado, para contrastarlo con la actualidad. Porque todo se repite, aunque en forma distinta, supongo que para intentar demostrar que los tiempos cambian.
Somos, para bien o para mal, el producto de lo que fueron y pensaron nuestros antepasados; la forja de muchos años, incluso siglos, acelerada o frenada por pequeños incidentes.

El que no me conozca pensará, al leer esas historias, que tengo dos mujeres, aunque suela hablar más de una que de otra. Pero el que me conoce sabe que eso es circunstancial, debido principalmente por la idiosincrasia de Amara. Pero si tuviera que describir a Mónica no me quedaría más remedio que utilizar las mismas palabras que con aquella: inteligencia, valentía, arrojo, serenidad, nobleza y belleza. Y eso último va parejo con lo demás, porque esa belleza, sin cualquiera de las otras características, se desvirtúa; y sin la mayoría se disipa entre la bruma de la vulgaridad. Lo único que las diferencia es el exhibicionismo. Amara es exhibicionista en grado superlativo, mientras que Mónica lo aborrece en la mayoría de los casos. Y eso, que para muchos podría ser trivial, las hace distintas en la manera de interactuar con los demás y, por ende, en su manera de vivir y de ser.
Las dos gustan de los hombres por igual, quizá más Mónica. Amara es más exigente en eso y sabe rechazarlos, Mónica no. Las dos son igual de independientes, nunca piden ayuda, ni siquiera entre ellas. Mónica es hermética, no comparte sus problemas, los soluciona sin que nadie se entere. Solo, a veces, sus ojos denotan lo que siente; esos ojos oscuros, grandes y profundos, devoradores, sinceros, limpios. Es Mónica, la mujer que nada teme, que se ofrece a los que ama sin preguntas, capaz de sacrificar todo lo que tiene por un ideal; la mujer con la que me jugué mucho más que la vida.

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Por eso se me hizo extraño lo que hiciste aquel día, aunque luego, sabiendo lo mucho que amas a Jep, quise entenderlo. Lo cierto es que lo pasé bien, no tanto como cuando estamos solos, que te disfruto tal cual te deseo, haciendo más el amor que el sexo; que puedo recrearme en tu cuerpo para entregarte lo que más me place: tu satisfacción. Sabes que te deseo tanto como te amo, igual que con Amara; que nadie entiende nuestro sentimiento, supongo que por serle ajeno. Pero hoy no quiero hablar de eso sino de tu amor hacia Jep y de nuestra sorda complicidad.

Hace mucho que no estábamos solos los cuatro. Me siento bien, como si estuviera con mucho más que con amigos. Apenas hablamos, con el tiempo nos hemos dicho todo lo que un hermano puede contarle a otro, mucho más. Fuera empieza a diluviar, lo notamos por el ruido del agua al chocar contra la cabina. Hace mucho calor, pegajoso, tanto que casi no llevamos ropa. Nos reímos, aunque preocupados, al imaginar por lo que Richard y Joan estarán pasando en alta mar, en el centro de la tormenta. Pero no, solo es risa, porque sabemos que navegan en un gran barco, gobernado por un comandante de la real marina británica y en compañía de Joan, el mejor marino que podría encontrar.
Miramos el reloj y ponemos música. Con este tiempo no sabemos lo que pueden tardar, ni siquiera si harán noche en alta mar para no arriesgar. Siempre es mejor capear que correr un temporal, al menos es lo que yo haría, pero con Richard todo es posible.
Mónica se levanta y tira de mí. Es su música y quiere bailar. La abrazo, siento su cuerpo pegado al mío. La beso y acaricio su piel a través del fino y empapado algodón. Siento la intensidad de su respiración, su boca en mi garganta. Desabrocha lentamente mi camisa y besa y muerde me pecho. A pocos centímetros Jep y Amara nos observan abrazados.
Es la segunda vez que lo hacemos frente a Jep, pero no tan de cerca ni entonces llegó a nada, pero esta vez, quizá por su manera de besarme por cómo me acaricia y me desviste. Intuyo que será distinto.
Y nos amamos, nos decimos cosas al oído y nos reímos, y la desvisto con infinito cuidado. Y lentamente, bajo su minúscula braga, acaricio su perfecta piel. Aparto los vasos que hay sobre la mesa de cartas y le pido que se eche sobre ella. La acaricio y la beso, muerdo sus oscuros pezones, mientras mis manos acarician su pubis, sus maravillosos muslos, su vientre liso y perfecto. Y siento como su cuerpo se contrae con pequeños impulsos y se retuerce. Y escucho sus gemidos y su queja de hembra cachonda a punto de estallar.
Amara se levanta y me acerca un par de vibradores, uno es anal, al menos eso dicen, pero nosotros lo utilizamos para excitar el clítoris durante la penetración. Y juego con su cuerpo y nos reímos, ella entrecortadamente, entre espasmos de satisfacción. Jugamos con fuerza, la penetro y siento su orgasmo, profundo, intenso, largo.
Y Jep estalla. Amara lo ha masturbado con cuidado, esforzándose en alargar su agonía al máximo.
A través de la emisora oímos la voz de Joan. Grita pensando que no podemos oírle por el ensordecedor ruido del mar y del viento. Ha dejado de llover. Ahora solo se escucha los reflectores de radar en su choque con los mástiles y el silbido del viento al rozar las escotas. Están a una milla del puerto, eso creen, porque con este mar es imposible estar seguros. Navegan con la mayor rizada y el tormentín a punto de estallar, el mar los invade por estribor y la mar gruesa esconde las luces del puerto.
Nos vestimos y salimos a cubierta. Quiero partir en su busca por si necesitan ayuda o naufragan, y pido a Jep y a Mónica que desembarquen de inmediato. Jep grita, no quiere dejarme solo, es más, quiere impedir mi salida. Discutimos mientras Amara prepara el barco. En un caso como este solo confío en ella, en su serenidad y la pericia adquirida en muchos temporales. Y oímos el ruido del mar al chocar contra la escollera, y con espanto e impotencia veo como la espuma se levanta muchos metros por encima del muro del puerto. En estas condiciones es más difícil salir que entrar. Amara y yo nos miramos en silencio, acongojados por lo que nuestros amigos estarán pasando. Y de pronto veo la majestuosa bandera británica avanzar por el otro lado del muro, lentamente, subiendo y bajando con el mar. Es Richard, que desafiando las normas nunca la arría para que todos sepan que es él.
Los ayudamos a amarrar y a desembarcar. E, impertérrito, me busca con la mirada esperando mi comprensión. Sabe que yo nunca hubiese intentado entrar con este mar, que casi nadie lo hubiera hecho. O sí, quizá algún insensato que ya se habría estrellado contra la escollera. Sabe que, por espantoso que fuera, me habría alejado mar adentro a la espera de mejor momento.
Joan y yo nos miramos en silencio, con la complicidad de saber que coincidimos. Sin embargo, no puedo dejar de pensar en las maniobras que mi amigo habrá realizado, en su juego con las olas, el motor y el viento. No se me escapa que, hasta no haber entrado en la bocana, llevaba la mayor desplegada y el tormentín a todo trapo. Pero es Richard, un marino británico acostumbrado a temporales en mares desconocidos, y, por mucho que quiera, a lo máximo que puedo aspirar es saber cómo lo hace sin pretender imitarlo.

Cenamos en casa de Jep, pero antes Amara y Mónica pasan por la casa de mis padres, para pedirles que esta noche se queden los niños. No sabemos cómo terminará, pero conociéndolas y por tal como ha ido lo imaginamos.
Las esperamos en el granero de la gran casa, acomodado como biblioteca y salón de invierno, rodeado de cómodos y viejos sofás, un hogar y un dormitorio para invitados con su cuarto de baño. El cielo se ha despejado y entra la luz del típico atardecer de finales de junio. Ha refrescado un poco y es agradable estar en el interior de este precioso espacio, entre libros y muebles antiguos, con las paredes cubiertas por viejos aperos de labranza, y con cadenas y cuerdas colgadas del techo, que nosotros damos una utilidad menos prosaica para la que fueron diseñados.
Incluso yo, el más frío de nosotros, tengo un sobresalto cuando las veo entrar por el gran portón de madera. Amara con una camiseta de tirantes, de Jep seguramente por lo ancha que es, y sus bragas de fino encaje. Mónica solo lleva su camisa, abrochada en sus dos últimos botones, justo para esconder su pubis. Y se acerca, sencilla, sin aparente malicia, me abraza y me besa, y se echa sobre Jep, al que desnuda sin mediar palabra. Amara toma asiento junto a Joan y Richard y hace lo mismo, pero a los dos a la vez y a su manera, con una picardía y un erotismo que hasta a mí perturba.
No sé qué debo hacer, me siento momentáneamente desplazado, hasta que siento la mano de Mónica, que me arrastra hacia ella y Jep.
Y vuelvo a besarla, a acariciarla y a desnudarla. Me fascina su delicado y sensual cuerpo, su culo respingón, su precioso vientre, el color de su piel, casi cobriza, que repaso con la punta de mi lengua. Jugamos con ella, Jep con reserva por sentirse inexperto o demasiado excitado. Ella gime y se revuelve. Paso uno de mis brazos por su espalda y le introduzco dos dedos de mi otra mano en la boca, y tiro su cabeza hacia atrás para mostrar el precioso cuerpo a su compañero.
Sé qué debo hacer para excitar a mi amigo, para que pierda el sentido tal como ella desea, para hacer que le desborde su morbosidad.
-¡Qué buena está! La vamos a reventar a polvos. No te preocupes, estoy acostumbrado a follarla en grupo, te enseñaré cómo hacerlo.
Al otro lado Joan, Richard y Amara se divierten, ellos con agresividad. Amara lo permite porque sabe lo mucho que disfrutan con ello, que con muy pocas mujeres pueden. Y veo como la arrastran fuera de la estancia y la llevan al jardín, supongo que para atarla al columpio o a un árbol y disfrutar de su cuerpo con total plenitud. Jep, Mónica y yo nos miramos y nos reímos con complicidad. Y Mónica señala las cadenas que penden del techo y nos pregunta si seremos capaces de colgarla.

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En unos días Mila llegará en avión y para mí será un gran reencuentro, aunque solo venga para recibir, junto Richard, a sus amigos británicos. Es mi amiga hermana y sé que pasaré la noche con ella, hablando de lo que hacemos y soñamos, de lo que sentimos y de lo que recordamos. Y beberemos y nos reiremos, mientras Richard y sus tres amigos se divierten con Mónica y Amara en su barco.

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domingo, 14 de julio de 2013

UN LUGAR PARA CADA ROSA

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Hace rato que deambulo por el jardín, admirado por la infinidad de rosales que lo pueblan con aparente desorden, pero en los mejores lugares para cada variedad, muchos al descubierto y otros bajo el resguardo de la sombra de los árboles. Se les nota cuidados, no de un día o de una semana sino de siempre. Me acerco a un Chrysler Imperial y absorbo su suave fragancia.
-¿Te gustan?
Es Irene, sentada en un peldaño de la entrada, la anfitriona de la curiosa fiesta que se desarrolla en el interior de la casa. Me la presentó Biel, junto a su compañero, un tipo alto y fuerte, muy agradable y extrovertido, y de edad parecida a la de mi amigo.
Como no se levanta tomo asiento a su lado. Me gusta estar con esta mujer. Ha sido una sorpresa encontrarla aquí, fuera del espectáculo. En la casa seguía sus movimientos, admirado por su serena belleza, su manera de hablar y de estar con la gente. Viste sobriamente, pero con la misma sensualidad que emite al moverse, sus carnosos labios, su entreabierta boca, su nariz, su mirada, incluso el desorden de su pelo al caer sobre sus hombros. Me observa de la misma manera, sin amagar su interés. El disimulo, en una fiesta como ésta, está de más y solo sirve para incomodar.
-Te he buscado por la casa, Jeni me ha dicho que te había dejado en la biblioteca observando mis viejos libros.
La miro con curiosidad. Reconoce tener interés conmigo, seguramente porque me cree desubicado; y no le falta razón, aunque tampoco hay para tanto. En ese tipo de fiestas mi incomodidad dura poco. Solo necesito variar, andar y meditar de vez en cuando.

Dos horas antes estaba hablando amigablemente con Biel y un par de tipos, aparentemente amigos suyos, en un rincón del gran salón. A nuestro alrededor alguna pareja bailaba, mientras el resto se recostaba en los mullidos sofás. En otro rincón un pequeño grupo charlaba sobre asuntos demasiado trascendentales.
En ese momento llegan ellas acompañadas de un tipo alto y desgarbado, de cabello claro y desordenado, con una chaqueta de grueso algodón gastada por el uso y de color tan ambiguo como su propietario. Yo las esperaba más tarde, sabiendo que venían de lejos en el coche de Jep, ausente a causa de uno de sus muchos viajes. Se acercan con una sonrisa, después de haberse presentado a nuestra pareja de anfitriones. Mónica viste con sencillez y elegancia, un traje de chaqueta de falda entallada y corta. Ya a su lado descubro que bajo la chaqueta no lleva nada, pero es la moda y a nadie debe extrañarle, aunque siempre sorprenda. Directa como siempre y sin amagarse de nada, nos presenta a su eventual compañero después de abrazarme y besarme. Amara lleva un vestido de algodón blanco, adquirido por mí en Ibiza hace muchos años, semitransparente, lo justo para que pueda verse su increíble cuerpo al trasluz, la casi absoluta desnudez. La miro embobado, como si fuera mi primera vez, absorto en sus formas, en su serena sonrisa, en su mirada, en la insultante perfección de su cara y de su cuerpo. Treinta años, nadie podría creerse que hace dos meses los cumplió. Su cara parece la de una chica de veinticinco lo más. En cuanto de su cuerpo, qué puedo decir. Cuidado en el gimnasio y en el mar, y disfrutado hasta un límite que ni yo puedo precisar. Nunca hubiera imaginado que aquella mujer, tan bella y atractiva, se superara año tras año, que los nacimientos de nuestros dos hijos solo sirvieran para dar un pequeño toque de madurez a su portentosa belleza.
Se acerca, me sonríe con picardía, conocedora de la dirección de mis pensamientos, me besa y luego abraza a Biel mientras le besa en la boca con delicadeza, absorbente y lenta. Saluda a todos y da la vuelta a la mesa para servirse una bebida.

Hablamos sobre las personas, sus gustos y sus virtudes, la gente con la que coincidimos, que es poca y toda alrededor de Anna y de Biel. Le pregunto de qué los conoce y responde con evasivas, dando a  entender que son viejos amigos de su compañero. Y entiendo, Jose es navarro y de hablar bastante vasco. Ya no pregunto más, solo me queda hacer un esfuerzo por si recuerdo sus facciones en aquel bar de Pamplona o en el de Donosti, aunque es improbable. En este caso Biel nos habría presentado de otro modo. Aún así, ahora entiendo el por qué de esta invitación tan limitada.
Se levanta.
-¿Quieres tomar algo? Quizá un gin tónic de esos que tanto te gustan.
Me sorprende, alguien le habrá contado qué bebida me gusta más, seguramente Anna o la misma Amara, porque hasta el momento no he tomado ninguno.
Vuelve rápido y sin nada en las manos, como si temiera que el impase me sirviera para escapar; pero no, no es eso.
-Ahora viene mi sobrina con las bebidas.
Y seguimos hablando, esta vez de árboles y el efecto que su tenue y parpadeante sombra provoca en el color y la floración de algunas variedades; de la idoneidad de utilizar mariquitas para combatir las plagas, resistentes con las hormigas y voraces consumidoras de sus granjas de pulgones.
La chica aparece con una bandeja llena de canapés y dos gin tónics primorosamente elaborados, con la piel de limón recortada en forma de espiral ocupando delicadamente todo lo largo del cilíndrico vaso. Toma asiento a nuestro lado y abraza efusivamente a su tía, solo diez años mayor que ella.
-Tu mujer es maravillosa –me dice sin contención.

Y la recuerdo acariciando embelesada el hombro de Amara, tras la mesa de las bebidas; y su mirada de admiración, penetrante y apasionada, mientras le pregunta si desea algo especial.
Las vi hablar animadamente, la una de combinados y la otra de los sabores que más le gustaban. Amara, al ver que la chica no le dejaría servirse sola, le dio las gracias y volvió con nosotros.
Coquetea, pero sin que nadie pueda acusarla de ello. Caes en su red, convencido que es ella quien lo ha hecho; y te crees el mejor seductor, cuando tu eres el seducido. Ha llegado al cénit en su arte, más allá no hay nada, es imposible.
Biel y yo observamos fascinados cómo teje su suave e imperceptible telaraña, con qué maestría raciona su encanto e, incluso, cómo nos utiliza para conseguir su fin.
Acaricio su cuerpo, lo pellizco con traviesa delicadeza, simulando sorpresa al descubrir que es real, que tras la transparente tela no hay cera, que sus preciosos senos desafían la gravedad sin artificio, que la tersura de su piel no es ficticia, que su uniformidad y su brillo no son producto de afeites. Amara odia el maquillaje y no tiene reparo en enseñar sus pequeñas y finas arrugas, producto de la alegría, de la simpatía.
Charlamos un rato sobre asuntos que desorientan a nuestros compañeros, como si nuestra relación fuera de amistad y de fugaz sexo. Entonces lo hace apoyada en Biel, mostrando más familiaridad con él que conmigo, natural, sin esconder su cariño, su ternura, sonriéndole con la mirada, mientras se dirige a los dos desconocidos. Y me recreo en sus pequeños gestos, en la sensualidad de su voz, en su refinada gesticulación, en su limpia y sugerente risa.
Me acerco y la beso levantando su barbilla, mientras cierro los ojos para saborear mejor la dulzura de sus labios, el aroma de su piel.
-Os dejo un rato. Necesito andar un poco.
Y Jeni, solícita, sale de su rincón empeñada en enseñarme la casa.

Jeni se levanta y deja la bandeja sobre una pequeña mesa de madera cercana donde nos encontramos.
Y empiezo a sentir algo de frío, e inconscientemente mi mirada se dirige hacia una caseta de madera, bien barnizada y con una pequeña ventana en su lateral, rodeada, cómo no, de preciosas matas de rosales.
-¿Tienes frío? Vas muy desabrigado para la temperatura que hace. ¿Te apetece volver a la fiesta o prefieres resguardarte en la sauna?
La fiesta no nos atrae, de ella lo sé por su conversación. No es su estilo y si las acepta es por contentar a su compañero. De mis gustos sabe poco, pero es obvio que los imagina e intuye que mi presencia obedece a algo parecido.
No esperaba que aquello fuera una sauna y muestro interés por verla.
Una pequeña sala toda ella construida de madera, desde el suelo hasta el techo. Al fondo un minúsculo cuarto de baño y a un lado un banco casi pegado a la pared. La mujer enciende una luz tenue e indirecta, imagino que a propósito para mantener el ambiente nocturno.
-Si quieres la ponemos en marcha.
Lo dice por educación, porque antes que pudiera responder ya ha encendido el sistema.
Me sorprende que el centro de la estancia se levante unos centímetros del suelo y le pregunto que hay bajo la madera.
-Un jakuzi -me dice una vez sentados en el banco -¿Lo quieres ver? –Pregunta tras descubrir que es el primero que veo en mi vida, y, una vez más sin esperar mi respuesta, retira su cubierta de madera. Me mira fijamente a los ojos, son instantes, suficientes para que nuestras miradas hablen por nosotros. Se acerca a un cuadro y lo enciende. No tardará en notarse el calor. Dos grandes chorros de agua van llenando la gran bañera. Miro a la chica y siento como el ritmo de mi corazón se acelera. De pie, con los brazos caídos a los lados y una sonrisa tan serena como enigmática, sigue mirándome con fijeza, como si esperara un gesto por mi parte.
El calor empieza a ser sofocante incluso para mí. No pido permiso, no hace falta, es mejor el silencio. Me saco la camiseta. Ella sigue observándome, igual de silenciosa, impertérrita, ya sin esa sonrisa. Su chaqueta cuelga del perchero del cuarto de baño y lentamente con la mirada sobre mi cuerpo, se desabrocha la camisa, se la saca y la arroja, casi sin mirar, a un rincón de la larga bancada. Se desabrocha el pantalón y, con la ayuda de un pequeño contoneo, hace que se deslice por sus piernas. Me saco el mío y recojo su ropa y la mía para colgarla. Al volver del cuarto de baño la encuentro en la misma posición, de pie y dándome la espalda, como si esperara otro gesto por mi parte. Siento su tensión, los nervios que afloran por todo su cuerpo. Son segundos, quizá ni eso, lo suficiente para sentirme impresionado por la belleza de su cuerpo, la perfección de sus suaves y sugerentes curvas.
-Eres preciosa –le digo sin poder contenerme.
El silencio, en este caso, habría supuesto una estupidez.
Es estremecimiento lo que percibo. Un pequeño respingo provocado por mi esperado impulso. Me acerco y acaricio su espalda con las yemas de los dedos. Ahora su estremecimiento es más evidente, siento su respiración, entre tensa y excitada. Con mis índices acaricio sus hombros resiguiéndolos hasta el revés de sus manos. Me acerco más, hasta estar seguro que si no lo siente intuye mi aliento. Baja ligeramente la cabeza, más por sumisión o para mostrarme su nuca que para alejarla
-¿Nos bañamos? –Le pregunto, mientras mis dedos juegan con el broche de su sostén, buscando el modo más rápido y limpio de abrirlo.
Y tiro de él con fuerza, con la excusa de desabrocharlo. Sé que en este momento debe sentir mi iniciativa en su cuerpo, que ha de obedecer mi voluntad.
¿Qué me ha llevado a esto? Me pregunto. ¿Su belleza o algo más profundo, una fuerte e incontrolable empatía? Ahora ya es demasiado tarde para preguntármelo.
La chica se acerca al borde y entra, vuelve su cuerpo ligeramente y me mira con un gesto de endiablada sensualidad. En sus ojos vuelvo a percibir seguridad, como si hubiese retomado el control. Alarga la mano.
-Ven. Estaremos mejor dentro.
Y sin inmutarse se saca la pequeña braga de encaje y entra en el agua antes que pueda ver algo más que su perfecto trasero.
Y me río de mi mismo. Yo, el compañero de la reina de la seducción, acabo de caer en la red de esta mujer.
Me saco los calzoncillos frente a ella, no tengo otra opción, y tomo asiento deslizándome hacia el fondo hasta que el agua me cubre los hombros. El aparato debe tener sensores, porque para solo. Y me enseña a regular los chorros de aire y de agua, y se ríe al ver mi sorpresa.
Hablamos de la gente, de cómo es cada uno, y buscamos gustos e ideas coincidentes.
Esta mujer me excita y lo sabe. Supongo que es mi mirada, mi sonrisa, lo que me descubre; y, no sé por qué, algo trasciende de ella que me hace pensar que siente lo mismo.
Y cierra los ojos y sonríe para sí misma. Se sumerge un poco y se desliza por la bañera.
-Hazme sitio.
Y siento su cuerpo pegarse al mío. Levanto el brazo y la rodeo por los hombros. Otra cosa no podría haber hecho, porque no cabemos y es muy incómodo. Todo es un juego compuesto de sutiles gestos. Ha empezado ella, luego yo, que la abrazo y acaricio su hombro. Después ella apoya su cabeza en el mío, mientras su mano se desliza por mi muslo; y yo levanto su mentón y la beso en los labios.
- Desde que estoy con Jose es mi primera vez con otro hombre –dice con casi timidez.
-¿Y antes? –Le pregunto con un guiño mientras le acaricio la barbilla.
Y su risa, tan suave como abierta, me enamora.
-Antes era muy mala.
La levanto y hago que apoye su cuerpo sobre mis rodillas. Acaricio su cuerpo con cuidado, primero la cabeza, los hombros, el cuello. Le hablo de mil cosas, de la tersura de su piel. Le acaricio los labios, la nariz. Me exclamo sobre lo afortunados que somos algunos hombres, de tener como compañeras mujeres como ella, Amara, Mónica... Me inclino y vuelvo a besarla en la boca. Hace tanto tiempo que no seduzco de esta manera, que debo hacer un esfuerzo para no precipitarme, a la vez que me recreo en este arte. Sé cómo terminará, ambos lo sabemos, pero lo alargamos a propósito para convertirlo en un juego.
Acaricio sus senos, su vientre; y siento su jadeo, casi imperceptible, como una sombra escondida tras la vergüenza. Y hago que se sienta sobre mis rodillas, y acaricio su nuca y su espalda con las yemas de los dedos y luego con sus extremos, los excito para que sientan el más leve contacto, para que a través de mi piel pueda penetrar su cosquilleo. Quiero sensibilizar su piel tanto como sus sentidos, quiero ver como se eriza, como se estremece su cuerpo.
Le pido que se abandone, que se olvide de las convenciones, que sea ella y deje libres sus instintos, que disfrute sin amagar lo que siente. Y se lo digo con voz queda, insinuante, mientras con una mano sostengo su ingrávido cuerpo y con la otra araño con delicadeza la aureola de sus pezones. Vuelvo a besarla, le muerdo los labios y mi mano se desliza por su vientre y acaricia su pubis.
Ya es mía, la he conseguido. Soy feliz de sentir su placer, de oír sus gemidos sin atisbo de arrepentimiento, de ver cómo agita sus brazos, el chapoteo instintivo de sus pies en el agua. Extiendo una toalla en el borde de la bañera y le pido que se eche en ella. Quiero que se abandone más, absolutamente, que se convierta en hembra por encima de cualquier otra cosa.
Y después vuelve a mi lado, con sus ojos entrecerrados, con la maravillosa belleza de mujer satisfecha, feliz, poderosa. Apoya una vez más su cabeza en mi hombro, somnolienta, tranquila. Descansamos unos minutos, en silencio, como si necesitáramos digerir todo ese sexo. Nos miramos y hablamos con voz queda, casi en susurros, nos reímos. Mira la hora y se levanta con espanto. Se ríe de sí misma, de cómo ha pasado el tiempo, y nos vestimos.
El salón está en silencio, en uno de los sofás una pareja duerme. Me acerco con la esperanza de encontrar a Mónica. No es nadie que conozca. Ella busca a su alrededor, como yo, intuitivamente, por si encuentro el rastro de mis compañeras. Subimos al primer piso y abre con sigilo una habitación, oigo como susurra unas palabras y vuelve a cerrarla.
-Es tu compañera, pero no la molestes, está durmiendo.
Siento la fuerza de su mano, como si quisiera decirme algo. Se acerca a mi oído.
-Está con dos hombres –dice sin aguantar su excitación.
Me encojo de hombros. Es Amara, que, al contrario que Mónica, descubrió la manera de evitar el compromiso, que la empatía se convierta en algo más.
–De dos en dos los tíos nunca te complican la vida –dijo hace tiempo, tras su aventura con Santiago.
Abre la puerta de su dormitorio, la revisa con cuidado, imagino que buscando el rastro de su compañero, y vuelve a cerrarla. Pasamos cerca de una pequeña puerta, la mira durante unos segundos y la abre con cuidado. Unas escaleras llevan al desván, de él escapan suaves risas y algún que otro aullido femenino, tan sordo como ellas. Distingo la voz de Amara, de Anna y de Biel, junto la de Jose.
-¿A quién has visto en el dormitorio? Amara está arriba –pregunto divertido.
Me mira perpleja y me pide que espere, sube las escaleras en silencio y abre unos centímetros una portilla de madera. La cierra con el mismo cuidado, baja y me coge de la mano.
-Vamos. Hay una habitación vacía al lado del cuarto de baño. Allí estaremos bien y podremos hacer lo que nos plazca. Por cierto, ¿no era Mónica tu compañera?
Y no sé qué responder.

Nunca más supe de ella. En junio, justo después de mi aniversario, Anna y Biel marcharon a Sudamérica. Estuvieron más de un año incomunicados. A su vuelta, fugaz como siempre, Anna no me habló de ella ni yo le pregunté. Nunca me acerqué a su casa, a no ser que pasara cerca por coincidencia. Entonces me demoraba frente a ella con el coche en marcha, solo unos segundos.


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jueves, 4 de julio de 2013

Y AMARA NOS CUENTA UNA HISTORIA

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Solo se oye el drapear de la mayor y el chapoteo del agua al deslizarse por los costados del barco, sinuosa y lenta. Biel, con evidente satisfacción, maneja la caña del timón mientras vigila el mar para evitar cualquier tronco o boya. El barco avanza lento, sin prisa y con solo la ayuda de la poca brisa de la mañana. Tenemos tiempo. Si no llegamos da lo mismo, porque el mejor amor es el que se hace sin prisa.
Los niños juegan dentro, sobre el colchón del camarote de proa. Amara considera que con unas horas de sol al día ya tienen suficiente y mira de atrasarlas. Se divierten con poca cosa, dibujando en una pizarra de plástico o montando cacharros con su Playmobil.
Y, quizá para aprovechar el tranquilo silencio, Amara nos cuenta una historia mientras ensimismada mira el mar.

-Me llamó hace un año para pedirme que evitara a su padre, y cuando le pregunté si podía aconsejarme respondió que no tenía ni idea, pero que intentara hacerle el menor daño posible.
No fue fácil, sabéis, nada fácil. Yo no sé hacer estas cosas. Hacía tiempo que le daba vueltas al asunto, que sabía que debía cortar lo más rápido posible, pero él siempre encontraba el modo de acercarse con inocencia, como si quisiera atrasar lo inevitable.
-¿Por qué no me lo contaste? –Pregunto sorprendido, sin saber de qué está hablando.
Se vuelve, me mira y sonríe, esta vez con un deje de amargura.
Lo intenté, claro que lo hice, pero para qué. Siempre me cortas y me dices que no quieres saber nada, que no tengo por qué darte explicación alguna. Y no era eso, ni siquiera quería consejo. Solo necesitaba contárselo a alguien.
Me avergüenzo por no haber estado a la altura. Mi obsesión por su libertad, y la suya por contarme todo lo que hace, piensa y sueña; de sus amantes, de sus amigos, de sus pacientes, de sus colegas.
-No te preocupes. Hablé con Tessa, aunque no sé para qué, porque lo único que hizo fue encogerse de hombros y decirme que lo mandara a la mierda, como si yo no sintiera nada por él.
¿Me lee el pensamiento? Debo reconocer que hasta en eso me supera. 
Al principio la cosa fue fácil, pareció entenderlo, pero una semana más tarde me volvió a llamar. Tenía una cena y quería llevarme de pareja, aunque, claro, no lo trató así. Entonces me di cuenta que no se había dado por vencido y que la cosa sería más compleja de lo que había creído. Y tuve que mostrarme distante y fría, casi insultante; y, ya sabéis, eso no va conmigo. Lo cierto es que la chica llevaba razón, su padre se había enamorado, y para contrarrestar eso solo cabe provocar odio.
-Los hombres son muy sensiblones y no saben dónde está el límite, y ni por mucho que nos follen entienden nuestra naturaleza. –me había dicho la chica antes de colgar el teléfono. Curioso que una chica de solo dieciséis sepa tanto de eso, ¿no os parece?

Estaba con Joan y Vicki tomando un cremat en el Maritim, cuando se presentó Artur con uno de sus tantos conocidos. Simpático, muy inteligente y extrovertido, aunque algo tímido, al menos conmigo; maduro, de cuarenta y tres y muy atractivo, casi tanto como vosotros –dice con una de sus divertidas muecas.
¡Cuarenta y tres, nueve más que yo y diecisiete que ella! Ha pasado un año, de modo que hemos de aumentar la diferencia.
Recuerdo aquel agosto, en el que tuve que pasar unos días en Barcelona por un problema de obras en mi empresa. Veinte años son muchos, aún más con Amara, que no aparenta los que tiene, aunque al conocerla se descubre la mujer que es. A Amara, igual que a Mila, siempre le ha atraído la madurez, lo demuestra con nuestros amigos británicos o con Xavi, su amigo amante, el mediático y famoso médico.
El tipo andaba preocupado, antes de anochecer tenía que llevar en barca a su hija con unos amigos a Cala Nans. No conocía bien el lugar y aún menos de noche.
-Tengo el título desde hace un mes y solo llevo seis o siete salidas –nos explicó.
Artur no podía y Joan andaba con una colitis de cuidado, de modo que decidí llevarles yo misma.
No esperaba encontrar gente tan alegre y, a la vez, responsable y madura. Entre quince y dieciocho años calculé, aunque luego recordé cómo habían sido mis dieciséis, lo que llegué a estudiar y trabajar. Con demasiada facilidad olvidamos cómo fuimos y lo que pensábamos, que no difiere demasiado de ahora.
Dos de ellos se sentaron junto a mí para ayudarme. Conocían el lugar y las rocas mejor que yo y me aconsejaron sobre cómo volver sin luz.
Lanzamos el ancla por popa y dos chicas bajaron por la proa para tirar del cabo hasta la playa. Se las notaba acostumbradas. Desembarcamos y los ayudé a bajar las cosas, montar un par de toldos de lona y encender una fogata. Empezaba a oscurecer y miré hacia arriba, donde converge la montaña con el promontorio del faro. Ya empezaba a vislumbrarse la claridad de la luna, que en poco saldría de su escondite tras la montaña. Y por su belleza entendí por qué a los jóvenes, les gustaba reunirse en esa aislada e impracticable playa las noches de luna llena. Llamé a Joan por radio y le dije que llegaría algo tarde. Me sentía bien entre aquella gente, y al ver a Santiago, que así se llamaba el padre, ayudando animado, preferí volver con la luz de la luna. Los vi bañarse desnudos. En la barca ellas ya no llevaban la parte de arriba de sus bañadores. Me desnudé y nadé con ellos. Se reían y jugaban sin vergüenza ni amagar cómo se atraían. Santiago también se desnudó y vino a mi encuentro. Entonces pude apreciar su magnífico y bronceado cuerpo, su elegancia incluso desnudo. Refinado y extremadamente educado, que, por mucho que fingiera, noté que no podía abstraerse de mi cuerpo. No sé por qué, ni lo que pasó entonces por mi cabeza, pero en aquel momento deseé hacerlo mío, sentí la necesidad de seducirlo; quizá fuera su mirada, segura y tierna, su apostura equilibrada, humilde y, a la vez, suficiente.
Nos separamos unos instantes, que aprovechó su hija para acercarse. Muy parecida a él, extremadamente sensual y de envolvente voz. No me extrañó que siempre estuviera rodeada de chicos, que jugaban con ella de manera más que amigable. Me acarició el hombro mientras me miraba fijamente a los ojos.
-Me encantaría que os quedarais esta noche. Lo pasaríais bien y así él podría olvidar un poco todo lo que le ha pasado.
No supe de qué hablaba y me lo aclaró. En mayo su madre los abandonó por un norteamericano y se fue a vivir con él. Se llevaban bien, pero solo se comunicaban por teléfono y por correo. Y entendí el carácter tímido y la extraña inseguridad de su padre, que principalmente se reflejaba en los momentos de mayor acercamiento, y su afán por satisfacer a su hija, mutuo por lo que entonces descubrí.
Debería haber marchado en ese momento, pero su manera de hablar, de mirarme; y el atractivo de su padre, la extraña ansia que había sentido momentos antes, su inteligente y cuidadosa conversación, su caballerosidad. No sé, quizá fuera que en aquel momento llegó una menorquina llena de chicos cantando y riendo. Me encontré al lado de Santiago, tirando del cabo para embarrancarla y luego ayudando a los chicos a bajar. Hicimos una cadena para descargarla. Traían paquetes de carne de cordero, butifarras y garrafas llenas de sangría y agua. Al terminar, agotada me apoyé en la amura de estribor y caí como una tonta, la barca descargada había dejado de tocar fondo y se deslizó. Y sentí su abrazo, la dureza de sus manos, que me atraparon justo antes de dar contra las rocas, donde podría haberme hecho mucho daño; y sentí la virilidad de su cuerpo, cubierto de gotitas de agua de mar que brillaban por el reflejo de la luna. Nos reímos de la situación, él casi disculpándose, pero sin atreverse a soltarme por miedo a que cayera. Le miré a los ojos, pegado mi cuerpo al suyo, y le besé lentamente para saborear sus labios, oler su efluvio.
Biel la observa anonadado. Está acostumbrado a las escapadas de Anna tras el amante de turno, pero no a una confesión como esa, que denota mucho más que una aventura. Ella ha entrado en un extraño silencio, abstraída en un horizonte vacío, como si estuviera rememorando aquel día, recordando el sabor de los labios de su amigo, el aroma de su piel. Levanta la cabeza, nos mira y sigue con su historia.
Nos sentamos bajo un toldo de lona cubiertos con la misma toalla, él más para darme calor que para resguardarse del frío. Luego se empeñó en encender una fogata, con tan poco éxito que terminé encendiéndola yo. Ya llameando me incorporé y estiré mis brazos hacia el cielo y mi nuca, simulando desentumecerme. Y sentí su mirada de deseo, cómo se recreaba en cada rincón de mi cuerpo. Me acerqué para sentarme a su lado, pero se levantó para impedírlo. Me hizo levantar los brazos y dar vueltas lentamente sobre mí misma. Me reí nerviosa. Y se acercó, magnífico y bestial, con el reflejo del fuego sobre su cuerpo y la luz de la luna iluminando el fondo de su entorno. Y empezó a acariciarme y a decirme las cosas más bellas que una hembra puede escuchar. La piel se me erizó por completo, mientras un extraño ardor abrasaba mi interior. Y sentí su abrazo, fuerte y apasionado; y su boca, que recorría mi nuca, mis hombros, mis pechos. A lo lejos los chicos bailaban y jugaban, unos haciendo el amor y otros el sexo; y alguno nos observaba a hurtadillas, respetando nuestra intimidad.
Torpe, no más que cualquiera, pero sencillo y abierto al aprendizaje. Lo guié y conseguí llevarlo al placer, gracias a su afán por satisfacerme y disfrutarme. Un magnífico ejemplar de macho casi virgen, abierto a todo lo que representara sexo. El sueño de cualquier mujer que se precie. Lo guié, sí, pero respetando su iniciativa y provocando su intuición. Simulé abandono de dulce satisfacción, cuando en realidad ejercí de maestra. Y disfruté más por eso que por el abundante sexo que me prodigó.
-Soy torpe –me dijo sin amagarse, al descubrir su inexperiencia.
-Te falta un poco de práctica –respondí para salvaguardar su ego, cuando no le hacía falta.
-No, no es eso sino que nunca he tenido la oportunidad de estar con una mujer como tú.
Y entonces, tras saltar sobre su cuerpo y besarle y morderle sus pechos, de ver como su pasión salía a borbotones por sus ojos, le pedí que me follara como nunca había hecho, que me reventara de placer hasta matarme. Eso le dije con voz queda.
Pasado el agosto me llamó. Le di largas, del mismo modo como lo traté las pocas veces que coincidimos por el pueblo, con un saludo o una sonrisa lejana, mostrándole siempre lo bien acompañada que estaba. No quería parecer tan asequible a un hombre así.
No entiendo qué me pasó por la cabeza, por qué quise seducirlo hasta tal punto, cuando mi intuición dictaba que me alejase.
Me llamó dos veces más, las mismas que le rechacé. No se rendía. La tercera fue justo después que Jep lo hiciera para avisarme que no podría venir al mediodía. Estaba sola y me prometió una comida de amigos, sin líos ni intención. Me vestí con sencillez, una camiseta de tirantes, unos tejanos ajustados y una cazadora por si refrescaba. Me llevó a un libanés y no aguantamos ni la espera del café. Lo llevé directamente, entre risas, a la Casita Blanca para que escogiera la habitación que más le motivara.
-Decídete, le dije después de haberle contado el ambiente de cada una, para que supiera qué tipo de mujer se iba a llevar a la cama.
Y no puedo dejar de pensar que, curiosamente, yo nunca he estado en este lugar.
Me sorprendió. Fue brutal, increíble. El mismo hombre, con su serenidad y su apostura, igual de delicado y fuerte, pero sabio y seguro de sí mismo. Hizo lo que quiso conmigo.
Repetimos, pero siempre en su casa, hasta darme cuenta que me había enamorado de alguien que exigía más de lo que podía darle. En él descubrí lo que no tengo contigo, lo que nunca podrás darme, ser poseída de una manera que no puedo aceptar, que atenta contra lo que soy, lo que tú me has entregado y enseñado, contra mi libertad.
Irene, su hija, me ayudó a dar el último paso, se había dado cuenta que nunca me conseguiría, al menos tal como él me quería, y sólo por lo que le contaba y cómo le veía sufrir.
Se levanta.
-Voy a ver a los niños. Hace rato que no los oigo.
Del camarote llega un cuchicheo y alguna risa. Anna y Biel guardan silencio, aturdidos por una historia que nadie, ni siquiera Mónica, hubiese podido imaginar. Me levanto para ayudarla y hacerle compañía, y la encuentro arrodillada en el borde de la gran colchoneta, ayudando a sonarse al niño. Le acaricio la nuca, me agacho y le beso la espalda. Vuelve la cabeza y me sonríe con uno de sus maravillosos gestos. Estoy enamorado, perdidamente además, y por un momento he temido por nuestra relación, como si algo se hubiera roto entre nosotros. Pero no, no ha sido así y lo demuestra con palabras y acciones; y yo debo apresurarme a estar más por ella, a escucharla y apoyarla, a demostrarle que la siento mía sin necesidad de comprometer su libertad. No, nunca le preguntaré lo que piensa, sueña o siente; pero la escucharé cuando me lo cuente y le mostraré mi solidaridad.
Salimos a cubierta con los niños y sigue con la historia, pero esta vez sin la misma gravedad.
Hace unos días, justo antes de empezar las vacaciones, me encontraba cenando con Juli, Xavi y Mónica en el Isidre, cuando lo vi entrar acompañado de una preciosa mujer, de edad más acorde a la suya. Al principio me alarmé, pero pronto aprecié su sincera y abierta sonrisa. Se acercó y me la presentó como si se tratara una joya. Y, elegante y seguro de sí mismo como siempre, le dijo delante de todos.
-Esta chica es aquella de la que tanto te he hablado, la que me ayudó a salir del pozo y, en su momento, supo ponerme en mi sitio.
Y vuelve a mirar el horizonte. Y la abrazo porque percibo su mezcla de congoja y felicidad, lo que solo una mujer como ella puede llegar a sentir.


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