domingo, 26 de febrero de 2012

ANNA, SIEMPRE ANNA... Rompiendo esquemas

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Mañana vuelven a operar a Amara, esta vez cagando leches, a riesgo de sufrir una pancreatitis.
¿Cómo ha llegado a eso?
Una piedra de su vesícula se ha desprendido y no tenía nada mejor que ir al conducto que lleva al páncreas, obturándolo casi totalmente.
Amara es así, no termina de salir de una y se mete en otra. Siempre lo ha hecho, tanto en su vida como en su salud. Con la vida ha tenido suerte o quizá pericia, con la salud no.

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Hoy, mientras corregía por enésima vez mi primer libro –mi nuera ha demostrado ser todo un descubrimiento- he recordado una conversación con Anna, ya a resguardo en la aldea tailandesa, en Mae Son.
Un cuenco con bolas de pegajoso arroz y pedazos de pollo, y de postre un dulce de papaya.
-Una comida en honor a ti Popol.
Anna no come demasiado y me esfuerzo por contenerme, pese el hambre de dos días sin apenas probar bocado. Ella aún había comido menos, y nuestros acompañantes ni siquiera osan tocar la tabla que hace de mesa, mientras hablan atropelladamente en tai.
-¿Qué dicen?
-Que rompes los esquemas, Popol.

Esa es una historia no carente de belleza. Tres días con sus noches, aparte de los pocos que necesitamos para su preparación. Una corta historia que merecería un libro entero, que nunca será escrito.
En aquel momento preferí no averiguar lo que solía comer. Viniendo de Anna podía ser cualquier cosa, desde corteza de árboles hasta langostas, con tal que otros no pasasen hambre; aunque allí, en la casa de madera y bambú a dos metros del suelo, nadie tenía el aspecto de desnutrido.
Altruismo:
“Comportamiento que aumenta las probabilidades de supervivencia de otros a costa de una reducción de las propias.”
Me gusta más esa definición, encontrada en la Wikipedia, que la oficial de la RAE.
Anna es altruista, la que más en este mundo.

No recuerdo cuándo fue la primera vez que dijo esa frase, si en el puente de Gilgit, cuando por vez primera me hizo el amor sin necesidad de sexo, o mucho después, subiendo las cumbres del Karakorum; o quizá en el pequeño y maravilloso valle, en el Ladakh; o tal vez fue cruzando el Deosai. Entonces, seguramente por mi orgullo o mi inmadurez, no supe qué responder a la mujer que más los rompe en este mundo. Pero ahora, ya con el suficiente bagaje, le recordé que los esquemas solo están para romperlos y, en todo caso, no era yo el que más rompía.

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jueves, 16 de febrero de 2012

OTRO APUNTE PARA EL BLUES DE AMARA

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                            En defensa de la valiente Aliaa Magda ElMahdy


-No sabes lo difícil que es encontrar tíos como vosotros, que no se complican la vida, ni tienen la cabeza llena de malos rollos.
Está echada a mi lado, mirando el cielo a través del ventanuco de proa, después de hacer el sexo hasta reventar. Del exterior llega la inteligente conversación de Jep con Amara, acompañada de alguna de sus risas. Tiene la cabeza recostada sobre mi hombro, la miro y me recreo en su perfecto y sereno perfil. Sé que ahora mismo desearía encender un cigarro, se muere por hacerlo, aun sabiendo que en el interior del barco está prohibido. Solo hay una cosa que puede evadirla de su ansia. Vuelve la cabeza y me mira, se levanta y me monta. Sabe lo que provoca, con su cabello cayéndole sobre el rostro, apuntándome con sus pequeños y duros pechos; y con su sonrisa, con su inagotable deseo. Es la belleza en su estado más puro y salvaje y, a la vez, el más tierno y delicado.
Días antes y casi en la misma tesitura, Amara comentó lo mismo, pero con más morbosidad y detalle.
Son distintas, la una más formal y seria, la otra más alegre y abierta. Incluso en su belleza se nota la diferencia, sin que nadie, ni siquiera nosotros, pueda discernir cuál es la más atractiva.
La miro y me río, más que nada porque creo que ya no puede sacar nada aprovechable de mi cuerpo. Intento atraerla para besarla y no se deja, en cambio, yergue su precioso cuerpo y levanta los brazos simulando recoger su cabello tras la nuca.
-Necesito que me despedacen, que destrocen mi cuerpo, que lo devoren…
Su vientre, su ombligo, sus pechos, que parecen hincharse de tan enhiestos… Y mi sexo resucita contradiciendo todos los manuales de la ciencia.

-No puedes llegar a imaginar lo complicado que es encontrar tíos como vosotros, con ganas de divertirse, que empaticen sin complicarse la vida, que digan hola y adiós, que no pidan ni den el número de teléfono; que, preocupados, no pregunten si lo has pasado bien; tíos que te acaricien y te besen después de follar como salvajes, que luego se levanten y se vistan dejándote tan tirada y sucia como satisfecha; que, a lo sumo, antes de marchar te digan que follas muy bien… ¡Mierda! No sabes lo difícil que es.
Eso me dijo Amara, también echada a mi lado, pero esta vez en casa y con los niños ya en la cama, después de mi viaje por media España.
Hacía poco habían estado con Richard y sus amigos británicos en su barco, más grande y cómodo que el nuestro.
-Para lo que vamos a hacer es mejor -me dijo entonces, cuando le ofrecí el nuestro.
Los mismos camarotes, pero más grandes y equipados; también con más cubierta y una amplia sala de mapas. Nuestro barco, más pequeño y compacto, paradójicamente estaba más preparado para largas travesías, navegar con fuerte viento y soportar temporales. El suyo era más de paseo, para costear o, como máximo, ir de Barcelona a Mallorca en un día claro y tranquilo.
Los británicos, adinerados y sin problemas, solían venir para visitar a Richard, aprovechando un rally, una famosa regata o, simplemente, pasar un fin de semana con su amigo; entonces él las llamaba para pasar esos días juntos. Era con los únicos que mantenían una relación continuada, que lo pasaban bien y se divertían sin ningún prejuicio.
-Es como si fueran de putas, pero sin pagar y dando tanto como reciben. Sabemos lo que les gusta y ellos de nosotras también.
Yo me reía con ganas, porque ellos, de tan educados siempre preguntaban por nosotros, por los hijos, por… pero nunca hablaban de sus mujeres, señoras de la clase alta británica, que, probablemente, creerían que sus maridos iban a España a echar una cana al aire, pero de pago; más asumible para una sociedad puritana, sea europea o china.
Algo les habría pasado durante mi ausencia: una decepción o un problema. A Mónica no valía la pena preguntar, se encerraría en su tradicional mutismo y sería imposible sonsacarle algo. Con Amara es distinto, no puede remediarlo y lo termina explicando, aunque a plazos y sin orden. Lo único que hay que hacer es ir pegando las anécdotas y, una vez ha terminado, reordenarlas y montar la historia. Y eso puede llevar días o semanas, con el agravante que a ella le parece que lo ha contado mil veces y espera una respuesta. Una vez completada ya puedo hablarla con Mónica, que ni se extraña ni se molesta, aunque sea con Jep enfrente.
Y luego dicen que los hombres somos complicados…

-Los encontramos en el Tulip, desesperados y con el motor de la Zodiac echando humo. Al principio creímos que habían salido a pescar, porque no eran los típicos jóvenes que andan de cala en cala para divertirse, sino unos tipos de casi cuarenta. Nos acercamos para ver si necesitaban ayuda y se pusieron nerviosos, eran franceses y no sabían cómo explicarse. Fondeamos en su barlovento y salté a su lancha para revisar el motor. Entonces me di cuenta, estábamos en pelotas y ellos no; y claro, allí, apretados en la lancha, los tipos no sabían cómo moverse ni qué hacer.

Imaginé su turbación y me reí. Dos chicas desnudas, tan atractivas como espectaculares y sin ningún prejuicio, y una de ellas les asalta en la lancha.

-Al principio creímos que vendrían de Cadaqués o del Port de la Selva, pero no, los muy brutos habían llegado de Colliure, seguramente para ver tetas o ligar lejos de su casa.

Al escucharla no podía más que troncharme de risa. Los pobres por fin habían conseguido ligar, pero a costa de quedarse sin motor.

-Debo reconocer que estaban buenos y nosotras con ganas. Les ofrecimos remolcar la lancha hasta Colliure; no teníamos nada mejor que hacer, que navegar y tomar el sol, y nos venía de paso; y los embarcamos, sin que aún supieran qué les había pasado.
¿A qué habéis venido? Seguramente a ligar un par de españolas, supongo. Les pregunté a bocajarro. Y aún aturdidos respondieron que sí.
Nos gustaron, ¿sabes? Eran sinceros y no se arredraban de burlarse de sí mismos.
Miramos la hora, estudiamos el recorrido y descubrimos que llegaríamos tarde. Entonces les preguntamos si sabían de un lugar para cenar en Colliure, más que nada para dejar que se marcaran un tanto. Respondieron que sí, que nos debían mucho y, como mínimo, debíamos aceptar su invitación. Y ahí se lió, porque tu amiga soltó una de las suyas y respondió que con solo la cena no nos sentiríamos cubiertas.

Yo me desternillaba. Mónica por fin había decidido cazar a tipos con más edad. Probablemente, la aventura con los cuatro británicos le había enseñado a valorar lo que es la edad.

-No veas… uno de ellos, cuando vio la foto del camarote, esa que estamos con los niños, se puso nervioso y le dio la vuelta; dijo que no podía hacerlo contigo y los niños mirándolo. Sin embargo, uno de sus amigos no paraba de hablarte; me contó que le daba morbo. A los otros dos les cogió por sentirse culpables y no hubo manera. Uno de ellos, después que Mónica se lo trajinara, pasó el resto de la noche hablando sobre cómo se lo contaría a su mujer, y que probablemente se divorciaría. Y, claro, quiso que le diera el teléfono, porque estaba seguro que a ella también le pasaría lo mismo.

A esas alturas yo ya no sabía si reír o tomármelo en serio. El asunto es que lo habían pasado bien y los tipos sabían lo que hacían, pero, ¿a cambio de qué?

-Nada chico, que hay mucho chiflado por este mundo. No veas cómo se pusieron cuando les pedimos que hicieran unas fotos mientras nos los tirábamos. Son para nuestros compañeros, les dijimos con toda la sorna del mundo, cuando preguntaron para qué las queríamos. Y va y los muy capullos se lo toman en serio y nos montan el numerito.
A uno lo dejamos llorando, a otro lo tuvimos que sacar casi a hostias, arrepentido por no haber follado cuando tocaba. Los otros dos aún se podían aguantar, pero chico, no veas lo que es hacerlo con un tío, que le habla a una foto donde estas tú con los niños; y otro que no se le levanta porque cree que lo estáis vigilando.

Amara tiene una forma de explicar las cosas, incluso cuando habla de muertos o de enfermedades extrañas, que uno no puede más que reírse a carcajadas, que es lo que hice en aquel momento.

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martes, 7 de febrero de 2012

EL BLUES DE AMARA (El camino imperfecto)

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Llegamos con sed, posiblemente por tanto boniato o quizá por el viaje, y de las jarras de cerveza no queda nada. El barman, tal vez sintiéndose culpable por no haber cortado a tiempo a los dos estúpidos, da la vuelta a la barra y nos sirve dos jarras más.
-Estas chelas las paga la casa –nos dice con elegancia.
Por la mañana el mesero nos envía a casa de un amigo.
-Es mecánico y alquila autos a gente como vosotros, son viejos cacharros, pero son de más fiar que los nuevos y más baratos. No os defraudará.
Tenemos que andar unas cuantas manzanas, menos de un kilómetro de casas tan pequeñas, como sencillas y encantadoras, antes de dar con el mecánico. Por el camino me dedico a observar los coches y entiendo al mesero. Los que para muchos son nuevos, en Barcelona serían viejos, y de esos mejor no hablar.
Por las callejas del barrio corren niños en harapos, se supone que los mismos de la noche anterior, que con la escasez de luz no vimos bien; y también gente sentada en los soportales o andando sin aparente rumbo. Es el contraste entre la ciudad rica y la pobre a unas pocas manzanas de la Lima administrativa, de los ministerios y del gobierno. Barro en las calles, ya no por el aguacero sino por el deficiente alcantarillado. Un niño corriendo se cruza en nuestro camino, no lleva calzones y los excrementos cuelgan de su ano. Nunca había visto nada igual, ni siquiera en los valles más escondidos de Cachemira o durante mi adolescencia, en los remotos poblados de Guinea. Lo siguen más niños de ambos sexos, algunos también sin calzones y con el cuerpo marcado por la desnutrición, que corren tras él para escarbar en la basura. Sorprendentemente no nos piden dinero, ni ellos ni sus mayores. Es la cultura y el orgullo de una gente, que, viviendo en tal pobreza, serían capaces de invitarnos en sus casas.
Nos recibe un tipo con barba entre negra y blanca, un color sorprendente, atribuible al peculiar modo como le han salido las canas; ancho de cara y muy pulcro por ser mecánico. El taller parece un desguace, tanto es así que por un momento me recuerda al del traficante de Lahore. Coches medio desmontados, sin cristales y llenos de piezas, incluso por encima de los asientos, que a simple vista deben servir para reponer otros. Le explico quien nos manda y hasta dónde pretendemos llegar.
-Más allá de Cuzco no es seguro, no puedo proporcionaros un carro para llegar tan lejos.
-¿Tan mala es la carretera? Le pregunto preocupado.
El tipo nos mira de arriba abajo, seguramente preguntándose cómo su amigo ha podido mandarle semejante ganado. Me pongo en guardia, por un momento pienso que está calculando cuánto dinero puede arrancarnos.
-Bueno, no se preocupe, ya encontraremos algo que nos lleve –le digo mirando a mi alrededor con desconfianza, imitando el mismo sistema utilizado la tarde anterior con el taxista.
-Para que os alquilen un auto nuevo tendríais que ir al Cercado y decir que lo necesitáis para corretear por la costa, no aquí, en Bajo el puente, y os saldrá muy caro y con él no llegareis demasiado lejos. Si queréis un auto para ir al altiplano, este os irá bien y es barato –nos dice señalando un antediluviano Peugeot, que miro con el máximo cariño, ya que de otra manera sería incapaz de tomármelo en serio. Me dice el precio y doy un respingo.
-Nos sale más a cuenta comprarlo –respondo irritado, convencido que intenta tomarnos el pelo.
Y el tipo me saca de dudas al decirme que en realidad el coche será nuestro hasta Cuzco o donde nos dé la gana caer muertos.
-En Cuzco tengo un amigo que por poco menos y dependiendo del estado, os lo comprará si le enseñáis el contrato.
Es la primera vez que me proponen algo así. El coche tampoco es tan caro, en cualquier sitio sería más barato, pero dudo que con él llegáramos lejos, sin embargo, el tipo me inspira confianza, quizá por la promesa de que en un sitio tan lejano, alguien lo comprará con solo ver el contrato. Sin embargo, soy consciente que la promesa no debería bastarnos, pero, por otro lado, el mesero nos lo ha recomendado. Miro a Leire a la espera que diga algo, inútilmente, porque hace como si la cosa no fuera con ella. Cuando salgamos debo hablar con ella, pienso. La excusa de no saber de automóviles no es buena y aún peor no atreverse a opinar por considerar mío el dinero.
-Una vez allí y dependiendo de sus intenciones, Ramón les alquilará el adecuado.
Y pienso sobre la facilidad que tienen de llamar alquiler a una venta, porque, visto lo visto, seguro que el tal Ramón querrá vendernos su auto.
-Podemos coger el coche de línea –escucho tras mío.
Y sí, es cierto, pero el plan era otro y pienso que la mejor manera de disfrutar del viaje es parar donde te place. Poco antes hemos visto pasar un autobús de esos, con la gente de pie y sentada en el suelo. Seguro que nos tocaría a nosotros y esa no es la mejor manera de ver el paisaje.
Al fin salimos con el Peugeot, miro por el retrovisor y veo la cara del tipo que nos observa mientras nos alejamos. Y, no sé por qué, me da que no está nada seguro que lleguemos con el trasto entero. El coche es mucho más antiguo de lo que al principio había pensado, lo menos de mediados de los cincuenta, de cantos redondeados y luces que sobresalen como chichones, el volante delgado y grande, mucho más que el de mi Dianne, los pilotos del cuadro no funcionan, aunque tampoco lo esperaba. El tipo, antes de marchar me ha dado instrucciones sobre cada cuánto debo revisar el aceite del motor, también me ha entregado una larga y estrecha lámina de acero para revisar el nivel del gasóleo. En el maletero, como aquel que no quiere la cosa, ha dejado un juego de bujías, un cepillo de alambre, dos latas de aceite, un depósito con veinte litros de gasóleo y una pequeña caja de herramientas.
-Si pasa algo no deben preocuparse, siempre encontrarán quien los ayude y sepa de mecánica –nos dice al despedirnos.
Solo salir de la calle y entrar en la que parece principal, miro a Leire y coincidimos al soltar una gran carcajada. Por lo que nos han explicado, es más fácil reventar una rueda que el coche se averíe, y no estoy seguro de haber visto la de recambio y la herramienta para montarla.
-Estará en algún lugar -dice mi compañera para tranquilizarme.
Dejamos atrás el ancho y sucio río, las decrépitas casas de su orilla, de las que se desprende el hambre y la pobreza, tan cercanas a la plaza donde curas y jerarcas gobiernan.
Lima es extraña, aunque supongo que como todo país tan lejano al nuestro. Es por el idioma por lo que debo sorprenderme. En Pakistán era otro muy distinto y eso hizo que no me extrañaran las diferencias, sin embargo, aquí, al hablar el mismo parecen más acentuadas. La ciudad enorme, kilómetros y kilómetros de estrechas calles para llegar a ninguna parte. Pronto dejamos de seguir las indicaciones recibidas. Prefiero las de mi intuición, buscar el sudeste y la montaña, que, después de todo, es lo que el mesero había trazado en su mapa.
Las ciudades engañan y las calles hasta pueden contradecirse, pero el sol y las estrellas nunca mienten, tampoco las montañas que pueden verse a lo lejos. Podríamos equivocarnos, pero para eso paramos y preguntamos, y la gente, da lo mismo el país donde te encuentres, siempre suele ser amable con el forastero.
-¿A dónde se dirigen?
-A Ayacucho.
-Van bien, sigan recto hasta encontrar una calle ancha y giren a la derecha. Para llegar a Ayacucho deben ir por la Molina.
El peruano habla bien, su castellano es limpio y fluido, más rico que el de España y, para mí, más culto; aunque eso tampoco es difícil y podría extrapolarse a todos los idiomas. El francés de algunas colonias es mejor y más culto que el de la metrópoli, degradado y prostituido hasta en la propia pronunciación. Es tal la diferencia de nuestro idioma con el peruano, que me obliga a esforzarme para hablarlo correctamente y evitar mi vergüenza.
-¿De España, supongo? -Acostumbran a preguntar casi retóricamente, porque no solemos apreciar el interrogante. Y lo peor es que no solo se nota por el acento o la falta de él, o por la típica gangosidad catalana, sino que tememos que por la pobreza de nuestro vocabulario.
Calles estrechas y embarradas a tramos, por la falta de desagües, porque no habían sido preparados para el desmesurado crecimiento de la ciudad o por la fuerte lluvia caída días antes de nuestra llegada.
-Han llegado con suerte –nos había dicho el taxista del aeropuerto, ya que hacía casi un año que no llovía en Lima. -Casi un metro de altura, señores, y lleno de huaicos -comentó el mismo taxista, hablando del Rímac.
Un metro de altura no es nada, pienso; pero nada es igual en todos los sitios y para ellos un metro puede que sea mucho. Y cuando le pregunto qué es un huaico, entiendo la importancia de un metro de lodo, con rocas y árboles bajando por el río.
Una calle ancha y giren a la derecha, nos habían dicho… De ancha tiene poco, apenas quince metros con aceras incluidas. Leire baja del coche para preguntar, ya que entre el barro y los bordillos nadie se acerca.
-Para ir a Ayacucho, por favor.
-Por aquí van mal, giren a la izquierda, para Vitarte, y sigan por la carretera central.
Bajo del coche para escuchar mejor. Por lo visto, ir a Ayacucho por la Molina habría sido un locura. El tipo, al vernos dubitativos nos aconseja comprar un mapa.
-Entonces entenderán -nos dice con seguridad.
La definición de carretera central me gusta más que algo sin ella y no veo que Leire, siempre tan aventurera, tenga ganas de discutirlo. Al poco nos volvemos a encontrar con el Rímac, ahora más estrecho y un poco más caudaloso, aunque creo que lleva menos agua que nuestro Llobregat en un día normal. Nos han dicho que no debemos dejarlo, por lo menos en cien kilómetros.
La carretera es buena y sigue el río, que conforma un largo y ancho valle, es recta y está jalonada por kilómetros de pequeñas y bajas casas, y de campos de cultivo que escalan por la montaña. No paramos de subir, la cuesta es muy pronunciada, sin embargo, la humedad sigue siendo igual de empalagosa, triste e incómoda.

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viernes, 3 de febrero de 2012

EL BLUES DE AMARA (Soy una calamidad)

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Aprendimos a quererte                  Aquí se queda la clara,                Tu mano gloriosa y fuerte
desde la histórica altura                la entrañable transparencia         Desde la historia dispara
donde el sol de tu bravura             de tu querida presencia               cuando todo Santa Clara
le puso cerco a la muerte.             Comandante Che Guevara.          se despierta para verte

Vienes quemando la brisa             Tu amor revolucionario                 Seguiremos adelante
con soles de primavera                 te conduce a nueva empresa        como junto a ti seguimos
para plantar la bandera                donde esperan la firmeza              y con Fidel te decimos:
con la luz de tu sonrisa.                de tu brazo libertario.                   !Hasta siempre, Comandante!




Soy una calamidad, para ciertas cosas tengo una memoria fatal. Tal como hoy recuerdo cada hora, minuto, segundo, de mi historia con Anna, de nuestro viaje a Cachemira, no hay manera de cuándo cogí el avión con Lourdes, la Leire de mi novela, para ir a Perú; si fue de mañana, de tarde o de noche. Hago un esfuerzo y recuerdo nuestra llegada, debía ser tarde, no mucho, pero sí que casi había anochecido. También que nadie esperaba, que llamó a su amigo desde el teléfono de un mostrador y, como respuesta, le dijeron que estaba fuera de Lima, en casa de un amigo, y que no podían ponerse en contacto con él; cuando lo más probable es que, expectante y acobardado, esperase a unos metros del aparato, temeroso que, de acercarse, su amiga oyera su respiración.
-Cuando lo vea dígale que me olvide –dijo Leire como respuesta. Muy típico de ella, aunque luego las palabras de una enamorada se las lleve el viento, tal como las oraciones de un banderín budista.
Recuerdo coger un taxi, después de arrastrar las mochilas por el desangelado y triste aeropuerto.
-Le doy dos dólares si nos deja en el centro de Lima. -Que podrían ser cuatro porque ahora no recuerdo.
-Usted no sabe lo que dice, eso no funciona así, por esa cantidad nadie le llevará más allá del área aeroportuaria.
-Bien, no se preocupe, pasaremos la noche aquí y subiremos en el primer coche de línea de la mañana.
-Espere, espere, por cinco le llevo a un hotel bueno y barato del centro.
Vuelvo a tener la mochila en el hombro y con lo que me ha costado, no parezco dispuesto a descargarla.
-De verdad, no se preocupe, ya nos espabilaremos.
-Por cuatro se lo arreglo, menos de eso imposible –dice mientras abre el maletero.
-Le ofrezco tres, ni uno más.
Lo acepta, posiblemente por no haber más vuelos y va de retiro. Y cuando veo lo cerca que estamos del centro y los arrabales por los que pasamos, me felicito de haber discutido tanto. De saberlo quizá hubiéramos ido andando hasta el primer hostal que encontráramos.
Nadie nos contó que en Perú hay que regatear por todo y sin compasión, que hay que ser ladrón y coger lo que no es tuyo si ves un descuido, nadie, pero es lo que hago por lo que pueda pasar. No me siento cómodo y la intuición me dice que debemos ir con pies de plomo. No lo estoy porque no tenía ningunas ganas de venir. Justo antes de subir al avión lo pensé, todavía estaba a tiempo; pero la inercia y no saber qué hacer en caso de quedarme, ver la alegría en los ojos de mi compañera, quizá fuera eso último.
Y al llegar pregunto al taxista si conocía alguna pensión por el camino.
-Claro señor, pero no son distritos seguros.
Distritos seguros… ¡Que sabrá él de seguridad! Pienso para mí, mientras me acaricio el bolsillo para sentir mi última adquisición: una navaja automática de manufactura cántabra.
A un lado la plaza de Armas, -así creo que la llaman- de la que sobresalen las cúpulas de la curiosa catedral, frente a nosotros una estrecha calle pobremente iluminada y con poca gente paseando, algún bar, un pub que quiere parecer inglés y un precioso edificio que se publicita como casa de correos, tiendas abiertas, aún más anticuadas y vetustas que las típicas de un pueblo de Castilla.
Con las mochilas en la espalda nos acercamos al hotel recomendado por el taxista.
-Es familiar, pero no se les ocurra regatear –recuerdo que dijo al despedirse.
Un edificio típicamente colonial, elegante y cuidado. Es tarde, pero la irritación y el rechazo que siento por todo lo que me rodea no me permiten entrar. A Leire, tras lo sucedido con su presunto amigo, le da todo igual y se siente con poco ánimo de discutir mi estúpida obcecación. Andamos un rato, las mochilas pesan y empezamos a sentir el cansancio de tantas horas de viaje.
Es la rabia lo que nos mantiene, la rabia y la resistencia de nuestros cuerpos, acostumbrados a andar, a nadar y a escalar durante horas. Unos cientos de metros más adelante, seguramente pocos, cruzamos un río y la calle cambia de color, apenas se ven tiendas y de las calles adyacentes sale el hedor de la basura amontonada. Entramos en uno de los callejones y encontramos a hombres sentados en los soportales, que nos miran expectantes, pero sin extrañarse por nuestra indumentaria. Algunos niños corretean por la calle, removiendo la basura en busca de algo con qué jugar. Cerca, justo en la siguiente bocacalle, vemos un pequeño rótulo que pone pensión. Me llama la atención la tilde en la sílaba tónica, pocas veces la encuentro en los carteles de sus gemelas en España. Es una casa de dos plantas, ancha y alegre, con pequeños y viejos balcones tachonados con sencillas barandillas de hierro forjado y cubiertos de madera a modo de glorieta. A su alrededor las casas son bajas y pobres, excepto alguna parecida. Nos miramos, Leire se encoje de hombros, ya nada le importa, ni siquiera si decido dormir entre la basura.
-Tienes su dirección, si quieres intentamos pernoctar aquí y mañana te acompaño –le digo mirándola a los ojos, mientras acaricio su barbilla con ternura.
-¿Y tu qué harás?
Unos segundos, los suficientes para tomar una determinación.
-Si lo encuentras y quieres quedarte, me iré a Machu Pichu o al lago Titicaca, andaré por los cerros y dormiré en las aldeas de la zona, conoceré gente y luego volveré a buscarte.
Me mira a los ojos y sonríe. -Me gusta. ¿Puedo venir?
No ha necesitado ni la mitad del tiempo que yo para decidirse.
Llamo al picaporte –pienso que lo había porque no recuerdo ningún timbre- y me abre un tipo adusto, de ojos pequeños y oscuros, vestido con una camiseta de tirantes, blanca, raída y algo sucia por el uso; sus facciones son agresivas, sin embargo, no sé por qué, denota amabilidad y provoca confianza. Llama a su mujer, mestiza como él, rechoncha y simpática, que, sin saber, en un instante se hace cargo de la situación.
-Estarán hambrientos y cansados, les prepararé algo de comer, aquí solo servimos el desayuno y la cena es a las siete si se pide con anticipación. Mi esposo les enseñará su habitación.
Un dormitorio pequeño, limpio y agradable, con el suelo hecho de tablas superpuestas. A los pies de la cama, una pequeña mesa y una silla. Abro el cajón y encuentro cuartillas, sobres y alguna postal sin usar, todo heterogéneo pero bien ordenado. Sobre la única mesita de noche descubro unos cuantos libros apilados. Sorprendido por el hallazgo repaso sus títulos. Y el tipo, después de disculparse al darse cuenta que no había preguntado si éramos matrimonio, nos cuenta que son cosas que los huéspedes dejan tras suyo y que él arregla y deja en su sitio.
-Poco podremos dejar nosotros, que solo estamos de paso –le digo ya relajado.
Y pienso que allí nos sentiremos a gusto, mucho más que en cualquier otro lugar más caro y pretencioso.
El tipo nos enseña el baño, sencillo pero pulcro, tanto como cualquiera de los que se pueden encontrar en España, sin embargo, echamos en falta las toallas. Y ya en la escalera noto el excelente olor de huevos fritos y boniatos.
-Aquí revolvemos los huevos con los camotes –me dice la mujer -pero se los sirvo por separado para que decidan.
-Por favor, hágalo como para ustedes.
Es la primera vez que veo eso que ahora llaman huevos estrellados, pero en cambio de utilizar patata, la mujer los hace con boniatos gruesos, redondos y más pálidos que los habituales de nuestra tierra. Los corta a rodajas y después de repartirlos por la bandeja, le echa los huevos, que parte y aplasta con un tenedor. Plato único, aparte de un plátano como postre, pero tan abundante que casi no podemos terminarlo.
El tipo, antes de retirarse nos da una llave, parece preocupado, no suele darla a nadie, pero durante la cena les hemos contado cómo y por qué habíamos llegado de tan lejos, y que teníamos ganas de dar una vuelta para beber y charlar.
-Sobre todo, no dejéis que os la quiten y si tenéis algún problema llamad al sereno –nos ruega, después de aconsejarnos que no nos retirásemos muy tarde. Antes nos ha contado que su calle no es una prioridad para la policía y que se nota que somos turistas. Lo veo tan preocupado que hasta estoy a punto de decirle que podemos llamar al sereno para que nos abra la puerta, pensando que, como antiguamente en España, tendrá la llave y acudirá al batir palmas.
El cansancio suele jugar malas pasadas, una de ellas es el insomnio y tanto ella como yo lo sabemos. No es mi caso, aunque sí el suyo en forma de excitación. El pub no está lejos y nos encaminamos hacia él, es el mejor lugar para charlar, con una cerveza al lado y agradable música de fondo. Leire lo necesita y a mí me está bien.
Lo que debía ser o pretendía pasar por un pub inglés, resulta ser una taberna, en la que prolifera el pisco y un vino, que con solo el aspecto es suficiente para no probarlo. Del pisco nada sabemos, pero, por lo que nos dicen, es aguardiente de alto grado y no tenemos interés en llegar a la pensión borrachos. Del vino nos cuentan que es español, de Murcia para ser exactos, llegado en garrafas que el barman nos enseña muy ufano. El tipo, después de una corta charla, entiende que no queramos probarlo; para eso no habríamos llegado de tan lejos. Tomamos unas cervezas del país, que ahora no recuerdo el nombre, pero sí que no tenía nada que ver con algo típico de Perú. En la barra, dos tipos de mi edad, blanquitos y medio idos, seguramente por el pisco o mucho whisky, que al saber nuestra procedencia no se les ocurre otra que hablar del genocidio cultural y no sé cuántas barbaridades más que hizo la madre patria. Los tipos se ponen pesados, especialmente con Leire, más por su salvaje atractivo que por otra cosa. Yo me río al ver al camarero preocupado. Está claro que son clientes y que de nosotros mañana dejará de saber. Leire, mujer de pocas palabras y menos paciencia, se los saca de encima con un exabrupto; pero yo, al escuchar que hablan de mis antepasados, suelto una risotada que se escucha por toda la sala.
-Entonces no hay problema, según creo, somos los primeros de nuestra estirpe que cruzamos el charco. Pienso que deberíais buscar en vuestro árbol genealógico y no en el nuestro –les digo con mucha alegría.
Y los tipos, ante la risa de complicidad del resto de la clientela y la cara de pocos amigos de Leire, optan por una retirada más vergonzosa que estratégica.
-Mañana podríamos alquilar un coche, ¿qué te parece? Con él podríamos movernos y viajar hasta el Altiplano o a donde nos plazca, sin necesidad de regirnos por los de línea.
Afirma con la cabeza, mientras observa divertida el peculiar ambiente de la taberna. Es la única mujer y me choca, dado que no tengo a la sociedad peruana por machista. No atrae las miradas, ni siquiera después de las risas que hemos provocado, ni parece que su presencia incomode o dé que hablar.

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