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A veces sueño que me toca la lotería y mando el trabajo a hacer puñetas. Son sueños en duermevela, que se tienen cuando uno no termina de dormir y se recuerdan. Duran poco, quizá un minuto o dos. Al poco pienso que seguiría trabajando como si tal cosa. Me lo paso relativamente bien y demasiada gente depende de lo que hago.
La maldita colección no ha terminado conmigo. Una vez más no me ha vencido. Me temo que algún día será lo contrario. Ha sido la más corta en muchos años, tantos que ni lo recuerdo; sin embargo, ha sido la que más me ha costado en tiempo y esfuerzo. Ahora, más tranquilo y con más sosiego, la iré enriqueciendo con nuevos diseños.
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Vivimos condicionados por una educación religiosa, sobrecargada de tabúes, prejuicios y estúpidas normas que amputan el sentido común.
Siempre me sorprende el amor que siente José por Amara. Pero de inmediato me pregunto el por qué de mi asombro.
La vida amorosa se compone de un conjunto de amores, eternos hoy y efímeros mañana. Y no lo entiendo, mi cerebro no termina de procesar una idea que nos insertaron sin lógica que la sustentara. Y, no obstante, con los años pasados, las enfermedades, las discusiones, nuestro común amor ha sobrevivido y sigue más fuerte que nunca.
Amar de manera absoluta es ser capaz de perder la libertad por el amor del amigo y, también, no exigir el sacrificio de la suya.
La grandeza de Mónica y de Anna es su capacidad de entrega por lo que creen y aman. Mis amigas-hermanas-amantes son de las pocas personas que sacrificarían su libertad por amor. Amara, José y yo seguro que no; aunque tampoco seríamos capaces de exigirla.
Ayer, después que Mónica y José se despidieran, que Vicki llamara como cada día, pensé que habíamos inventado una nueva manera de amor, que no de amar.
He conocido infinidad de gente, original, extraña, sincera consigo y con los demás; pero nunca así, sin extrañarse, con esta naturalidad, sin preguntarse, como yo, cómo es posible haber llegado hasta tal punto.
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Mis comidas en casa del punyabí -los paquistaníes son distintos según su país de origen, no como aquí que, aunque alguno se disguste, somos iguales en casi todo- hacen que recuerde detalles, anécdotas y, sobre todo, sensaciones de mi viaje con Anna a Cachemira. Y hoy, al hablar y pensar en el amor…
De aldea en aldea, de cabaña en cabaña, andando con cortos y negros bastones en bandolera, por senderos, caminos y, a veces, cursos de pequeños pero caudalosos ríos, por los que intentábamos pasar el menor tiempo posible, pues son los lugares donde el oso y el leopardo van a beber y cazar sus presas. Que a la bestia puedes engañarla con un palo siempre que esté lejos, pero de cerca sabe que no es un arma.
Y recuerdo a los dos pastores que, al ver nuestro calzado, nos ofrecieron el que guardaban en la cabaña para casos de apuro y, como en poco tiempo, nos tejieron algo parecido a unos calcetines de lana entremezclada con pedazos de algodón. Y recuerdo su habla tan melódica como incomprensible, pero que nosotros entendíamos sin darnos cuenta. Y sus canciones…
Las canciones unen a la gente y son muestra de hospitalidad y comprensión. Nunca sabíamos que historia contaban, pero las hacíamos nuestras y sentíamos lo que ellos sentían al cantarlas.
¡Y cuán fuertes éramos, que no sentíamos dolor ni cansancio!
Y aun habiendo estado tan enamorado de Ángela, tanto que acometí aquel viaje por ir tras suyo, pronto descubrí lo que es el amor y su significado, tan distinto a la pasión o a la visceralidad de la empatía física.
Anna y yo no hicimos el sexo en todo el camino, en cambio no nos cansábamos de hacer el amor. Pasábamos las noches acariciándonos, abrazándonos, muchas veces desnudos. Nos lavábamos mutuamente en los ríos o, a poder ser, en los lagos producto del deshielo, ya que el sol de la mañana terminaba calentándolos.
Calentándolos…
Aún recuerdo su frialdad y como gritábamos y nos reíamos.
Y recuerdo limpiar su piel con mis manos, con tal delicadeza que era caricia, y su estremecimiento de placer. Y ella a mí. Y luego nos secábamos de la misma manera y me besaba como solo ella sabía, besos que aún perduran en mi interior, que aún los siento.
Y recuerdo la casa en la aldea. Y el matrimonio empecinado en que durmiéramos en su camastro, unas tablas de madera y un colchón de paja y lana, y mantas, muchas mantas de mil colores. Nos veían jóvenes pero serenos. Sabían de dónde veníamos, el camino que seguíamos y como habíamos llegado; y, por lo que entendíamos, pocos lo habían hecho en tal soledad y sin armas. Y la mujer se cuidó de Anna, la preparó para el amor tranquilo y generoso. Y nos alimentaron frente a sus hijos, con lo mejor que tenían. Y no pudimos rechazarlo, sino compartirlo con empeño.
Hablo de Cachemira, de musulmanes paquistaníes, de gente que, ahora y antes es tratada de fanática islamista, tanto por hindúes defensores de las castas, como por europeos que confunden el crucifijo con su polla.
Y me río.
Los aldeanos nos trataban con respeto. Dormíamos con pastores armados con AK47 sin sentir temor. En ellos nunca percibí una mirada lujuriosa hacia mi joven y bella compañera, sino de cariño y admiración. En cambio sentí recelo en Karachi, donde las miradas no disimulaban su intención y algunos hombres no tuvieron reparo en acercarse con agresividad y desafío, forzándome, pese las protestas de mi amiga, a enfrentarlos de peor manera.
En los senderos del Hindu Kush debes esquivar a las fieras, en las calles de la ciudad enfrentarte a ellas, mientras en las aldeas castigadas por la guerra sientes respeto y amor.
En la vida, salvo contadas ocasiones, andas de paradoja en paradoja, hasta el punto de pensar si no lo es ella misma.
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